Miguel
Hidalgo y Costilla
El
héroe El hombre
Doña
Josefa Ortiz de Domínguez hizo un recado en un papel cualquiera, con palabras
recortadas de periódicos y prendidas con hilo de su costurero, esto se leía:
“Padre
Hidalgo, la conspiración ha sido descubierta, no podemos esperar al 1 de
Octubre, ni un día más para iniciar la lucha por nuestra libertad. Qué
Dios nos ayude y nos bendiga”
Querétaro a 13 de
septiembre de 1810.
Luego
con el tacón de su zapato golpeó fuerte piso y puerta de la habitación donde
estaba encerrada por orden de su esposo
Miguel Domínguez quien era el Corregidor
de la ciudad, es decir, la máxima autoridad política en la estratégica Plaza de
Santiago de Querétaro. La encerró para que no diera aviso a sus cómplices y
estos a su vez no avisaran al Cura Hidalgo.
Un
mozo de la casona oyó el golpeo, llegó hasta la puerta, y por debajo la señora
le dio el recado, además una llave
infalible en cualquier época: una taleguilla con monedas de oro y las
instrucciones para entregarlo al alcalde
Ignacio Pérez, también conspirador para que hiciera llegar el aviso al cura
Hidalgo en la parroquia del pueblo de Dolores, Guanajuato.
El
Corregidor estaba al tanto de las actividades subversivas de su mujer, por eso
se vio obligado a encerrarla para evitar que avisara a sus correligionarios.,
había sido obligado por las autoridades de la Corona Española a hacer cateos en
las casas de los miembros de un grupo literario que encabezaba su propia esposa
y que no eran sino la careta de los conspiradores para reunirse .Se buscaban
armas y a personas para encarcelarlos por
ser contrarios y traidores al Rey de España Fernando VII, entre ellos al
capitán Ignacio Allende por dos felonías de mucho peso: traicionar al rey
apoyando a los conspiradores y traicionarlo a él siendo amante de su señora
esposa doña Josefa. El capitán Allende por cierto, ya se había escapado rumbo a
Dolores con otros militares de alto rango.
Es la madrugada del dieciséis de septiembre de mil ochocientos
diez, en el curato de la iglesia del Pueblo de Dolores, Guanajuato se hallan
reunidos el párroco Miguel Hidalgo y
Costilla, y los militares Ignacio Allende, Juan Aldama y José Mariano Jiménez,
hace frío , están de pie alrededor de una mesa ,revisan papeles, algunos
croquis, una religiosa de la casa cural se acerca y les sirve sendas tazas de
humeante y oloroso chocolate, un joven indígena con presteza les arrima sillas
, se sientan , siguen revisando papeles.
--No hay tiempo que perder padre Hidalgo—hoy mismo debemos
comenzar la lucha, antes de que los españoles nos ganen la delantera — dijo
Allende.
--Tienes razón capitán Allende, actuaremos de inmediato -- contestó
Hidalgo. Mirando a Aldama y a Mariano Jiménez les preguntó:¿Qué opinan ustedes
señores?
--Estamos de acuerdo señor cura— respondió Jiménez.
-¡A las armas! -contestó Aldama alzando el puño amenazante.
Se levantaron todos, se estrecharon las manos, se dieron un
fuerte abrazo. Las religiosas, mozos y personal
de servicio, entre ellos José Galván, campanero de la parroquia, se situaron
frente al padre Hidalgo para recibir su bendición y darles palabras de aliento
al cura y a los militares.
Al pasar del curato hacia
el templo vieron de reojo el antiguo reloj de caja sobre la pared, un rato
antes había sonado dando la campanada de la
una y media de la madrugada y su sistema de cadenas y contrapesos, con
característico sonido metálico seguía avanzando, estando próximo ya a las dos
de la mañana de aquel dieciséis de
septiembre.
El cura dijo en ese momento
al campanero:
--Sube al campanario José y
suena fuerte la campana mayor para llamar al pueblo, la hora de la libertad ha
llegado.
---Subo corriendo señor
cura ---respondió el hombre y qué Dios nos cuide a todos. Luego se oyeron sus pasos a toda prisa rumbo a la
torre de la iglesia.
Fueron todos caminando por
el interior del templo que se hallaba en penumbras, se escuchaba ya un griterío
en la parte frontal, se alcanzaban a oír consignas e insultos contra los
españoles que vivían en el pueblo, gente rica que ahora se escondía ante la
revuelta.
En el atrio y la plazoleta frente a la parroquia,
un gentío esperaba los repiques para la misa patronal, se abrió la hoja
izquierda de la puerta principal del
templo, salió el padre, mientras la campana mayor del templo, llamado esquilón de San José, era sacudida
con fuerza por José Galván y tocaba a
rebato, El cura levantó las manos extendidas, con las palmas hacia el frente,
moviéndolas con energía pidió silencio; acallada la multitud, con voz fuerte y
clara dijo:
“Mis amigos y compatriotas: no existe ya para nosotros
ni el rey ni los tributos. Esta gabela vergonzosa, que sólo conviene a los
esclavos, la hemos sobrellevado hace tres siglos como signo de la tiranía y
servidumbre; terrible mancha que sabremos lavar con nuestros esfuerzos. Llegó
el momento de nuestra emancipación; ha sonado la hora de nuestra libertad; y si
conocéis su gran valor, me ayudareis a defenderla de la garra ambiciosa de los
tiranos. Pocas horas me faltan para que me veáis marchar a la cabeza de los
hombres que se precian de ser libres, os invito a cumplir con este deber. De
suerte que sin patria ni libertad estaremos siempre a mucha distancia de la
verdadera felicidad. Preciso ha sido dar el paso que ya sabéis, y comenzar por
algo ha sido necesario. La causa es santa y Dios la protegerá. Los negocios se
atropellan y no tendré, por lo mismo, la satisfacción de hablar más tiempo ante
vosotros. ¡Viva, pues, la Virgen de Guadalupe! ¡Viva la América, por la cual
vamos a combatir!”
Cincuenta
y siete años antes, el ocho de mayo de
mil setecientos cincuenta y tres, en la Hacienda de Corralejo del Municipio de
Pénjamo, del Estado de Guanajuato había nacido el prócer Miguel Hidalgo y
Costilla, hijo de don Cristóbal Hidalgo y Costilla y de doña Ana
María Gallaga, españoles, cónyuges, vecinos de Corralejo. El niño fue bautizado
en la capilla de Cuitzeo de los Naranjos (hoy Abasolo) a los diez y seis días
del mismo mes mayo , por el Bachiller
don Agustín de Salazar, teniente de cura quien puso los óleos y por nombre
Miguel, Gregorio, Antonio, Ignacio, a un infante de ocho días de nacido
Tuvo
diez hermanos , de ellos cuatro de padre y madre, entre ellos José Joaquín,
también clérigo que incluso estuvo en Dolores antes que Miguel, Mariano , otro
de sus hermanos murió siendo niño. Muere su madre Ana María en mil setecientos sesenta y dos cuando Miguel
tenía nueve años.
Unos meses después de quedar viudo, Cristóbal tuvo con Rita Toribia Peredo un
hijo al que llamaron Mariano, como el vástago extinto y quien sería el tesorero
del ejército insurgente, otro mártir de la libertad, partidario fiel de su
célebre medio hermano.
En mil
setecientos setenta y cinco don Cristóbal contrae matrimonio con Gerónima Ramos
con quien procrea cuatro hijas y un varón quienes con el tiempo
llevaron a recibir el cariño y aun la protección económica del cura.
La niñez de
Miguel Hidalgo se desenvuelve hasta los doce años en el medio rural, en la
misma hacienda de Corralejo, sus compañeros de juegos sus propios hermanos, por
compatibilidad de edad, era con José Joaquín con quien más competían desde
cazar mariposas, conejos, pájaros tirándoles piedrecillas con resortera o
cerbatanas, nadar y zambullirse en las aguas del río Turbio, montar a los
borregos y becerritos.
Fueron
creciendo, aprendieron a montar caballos, toretes, ordeñar vacas y cabras, como
hijos del administrador disponían de más
libertad para ocupar los animales en sus juegos.
Montados a
caballo, era frecuente verlos jineteando
o jugando carreras
--Joaquín –le
gritaba Miguel a su hermano—A qué no me alcanzas con tu potranca de aquí a la
puerta del corral.
--No seas
tramposo Miguel —contestaba Joaquín, azuzando a gritos su bestia— Agarraste
mucha ventaja pero ya te voy alcanzando.
O de igual
manera, ordeñaban las vacas cerca uno del otro y Joaquín apretaba la chiche de
la vaca con fuerza hacia donde estaba Miguel y lo bañaba con el chorro de
leche.
Miguel, riéndose porque no se podía desquitar pues
Joaquín ya estaba lejos, hacía rápido una bola de majada y lo correteaba por el
corral para tirársela por la cabeza si podía,
Así fueron
creciendo, aprendieron de su padre a leer y escribir, aritmética. De su madre
el catecismo, enseñanzas que por supuesto los hijos de los peones no recibían.
Rodeado de una
numerosa familia fue creciendo. Un golpe terrible para todos fue la muerte de
Ana María su madre cuando él tenía nueve años. A los doce salió, junto con su
hermano José Joaquín hacia Valladolid para asistir formalmente al colegio. La
vida de ambos cambió radicalmente al salir del tronco familiar.
Miguel Hidalgo
fue un estudiante excepcional A los
doce años se trasladó a la ciudad mexicana de Valladolid (actual
Morelia), donde realizó sus estudios en el Colegio de San Nicolás; marchó luego
a la Ciudad de México para cursar estudios superiores. En mil setecientos setenta y tres se graduó como bachiller en filosofía y
teología, y obtuvo por oposición una cátedra en el mismo Colegio de San
Nicolás.
Durante los años siguientes realizó
una brillante carrera académica que culminaría en mil setecientos noventa,
cuando fue nombrado rector del Colegio de San Nicolás. En aquella misma
institución tendría como alumno al joven: José María Morelos y Pavón, un
discípulo ejemplar que lo sucedería en muchos aspectos, especialmente en la epopeya de liberar a los indígenas de la
secular y despótica opresión de los colonizadores españoles.
En mil setecientos setenta y ocho
había sido ordenado sacerdote; tras recibir las órdenes sagradas, el cura
Hidalgo ejerció en varias parroquias: Colima, San Felipe Torres Mochas y
Dolores. Ya entonces hablaba seis lenguas: español, francés, italiano, tarasco,
otomí y náhuatl. Las lenguas indígenas mucho le valieron para comunicarse de manera directa con los indígenas de la
región. Su biblioteca crecía con las obras de autores franceses que leía con avidez, aunque en ese entonces eran considerados contrarios a la religión y
a la corona española. Llegando a ser
denunciado a la Inquisición.
Miguel Hidalgo y Costilla fue ante todo
un hombre de carne y hueso, un hombre muy divertido, amante del teatro, culto, sensible a
los problemas sociales,
brillante, pero también un ser humano con conflictos, internos, depresiones.
Sabemos de los gustos del cura Hidalgo por la jugada, la buena mesa y el
vino.
Miguel Hidalgo no
era un sacerdote ortodoxo, tuvo más de una amante y por
lo menos cinco hijos, pero pocos saben que también permitió que se cometieran y
él mismo cometió crímenes atroces;
que disfrutaba matar con saña a sus enemigos; que se enemistó con sus aliados y
no la imagen del viejito bonachón que
nos ha vendido la historia oficial.
La primera relación se dio en Valladolid con Manuela Ramos Pichardo entre mil
setecientos ochenta a mil setecientos noventa cuando el cura Hidalgo daba
clases en el Colegio de San Nicolás y que, en buena medida fue uno de los
tantos factores que influyeron para su destitución en ese encargo. De esa unión
nacieron los primeros hijos de don Miguel Hidalgo: Lino Mariano, quien
participó en la guerra de independencia con el grado de coronel y Agustina Hidalgo
y Ramos Pichardo.
Durante
su estancia en San Felipe Torres Mochas
de mil setecientos noventa y dos a mil ochocientos tres el cura Hidalgo conoció
y mantuvo relaciones con Josefa Quintana Castañón la que fuera, por así
decirlo, su segunda esposa. Con ella tiene dos hijas: Micaela y María. Pero hubo una relación más,
esta se dio en Guanajuato, con Bibiana
Lucero, de ella nace otro hijo varón al que nombró Joaquín, su nacimiento fue en mil setecientos ochenta y ocho. Resumiendo,
cinco fueron los hijos de don Miguel Hidalgo y Costilla: Lino, Agustina,
Joaquín, Micaela y María.
Lo
cierto es que Hidalgo era un hombre acaudalado que, como muchos, se vio
afectado por las ambiciones de la
corona española que, con impuestos absurdos los
despojaba de sus riquezas. Quizá esta fue una de las principales razones por
las que
el sacerdote se unió a la causa insurgente,
para emancipar a México de España.
Hidalgo
nunca buscó la conspiración,
nunca buscó la lucha insurgente, sino que fue la conspiración quien lo buscó y
fueron por él, porque era un personaje querido por todos los estratos sociales.
Pensaron que podría traer a la causa a los hombres ricos, poderosos de la Nueva España que podían dar dinero y ejércitos que
habían formado en sus haciendas.
Como
se sabe Hidalgo mantenía estrechos nexos de amistad y negocios tanto con ricos
comerciantes y hacendados criollos como con ricos terratenientes españoles, lo
mismo con altos círculos de europeos en el poder como el mismo Juan Antonio
Riaño, Intendente de Guanajuato, gran amistad con don Miguel Domínguez,
Corregidor de Querétaro y con personajes del alto clero. Puede decirse que
Miguel Hidalgo no fue a la conspiración , sino que los poseedores de grandes
fortunas, temerosos a los insaciables impuestos y prebendas exigidos por la
corona , so pena de que sí no pagaban , se los arrebatarían sin miramientos ,
le llevaron a Hidalgo en charola de plata la conspiración hasta su parroquia en
Dolores aquel dieciséis de septiembre de mil ochocientos diez , pues siendo el
cura un hombre querido y respetado por la gente humilde sería capaz de encender
la chispa libertaria, tal como ocurrió.
A la muerte de su hermano Joaquín en
mil ochocientos tres, Miguel Hidalgo lo sustituyó como cura de la población de
Dolores, en el estado de Guanajuato.
Procedía de San Felipe Torres Mochas, municipio vecino donde el cura permaneció por espacio de once años, habiendo
llegado ahí el veintitrés de enero de mil setecientos noventa y dos.
Fue ahí en Dolores, donde, además de
ejercer generosamente su tarea eclesiástica, emprendió tareas de gran
reformador y de prócer ilustrado, llevando a la práctica sus ideas libertarias
entre los feligreses, en su mayoría
indígenas.
En un intento de mejorar sus
condiciones de vida, el cura se ocupó de ampliar el cultivo de viñas, plantar
moreras para la cría de gusanos de seda y de fomentar la apicultura. Promovió
la construcción de hornos y talleres de alfarerías, muy numerosas en la
actualidad y famosas por la belleza y
calidad de los diseños creados por los artesanos, en su mayoría mujeres
.actividades que igual había impulsado en su anterior parroquia de San Felipe.
Y es
aquí, en Dolores, donde el cura Hidalgo gesta y da inicio, con el apoyo de
muchos otros próceres y heroínas a la lucha libertaria que había de desatar las
amarras del yugo español que se nos había sido impuesto por trescientos años.
Durante
esta guerra sin tregua contra la corona española miles, cientos de miles de
hombres y mujeres indígenas y criollos hubieron de ofrendar sus vidas para
lograr la ansiada libertad. En cada batalla , mucha sangre fue derramada por
los insurgentes mexicanos; es cierto que hubo abusos, saqueos, desmanes,
masacres inclusive de españoles en las plazas, pueblos y ciudades vencidos. En
la guerra, por desgracia las leyes no escritas y las condiciones justificadas o
no, las imponen desde siempre los vencedores.
Luego
del Grito de Independencia al amanecer del dieciséis de septiembre de mil
ochocientos diez, las desordenadas, pero cada vez más numerosas fuerzas
insurgentes empezaron a avanzar con la finalidad de tomar el bastión principal
de los españoles que era la ciudad de Guanajuato.
Llegaron
al mediodía a la hacienda “La Erre”, eran unos quinientos hombres, ahí se
unieron un grupo de San Felipe Torres Mochas, conocidos y amigos del cura
Hidalgo que llevaban armas y dinero para la causa.
--Señor
cura Hidalgo, aquí estamos los de San Felipe pa lo que usté mande.
--Gracias
Juan Maldonado —le contesto el cura—Yo sé que ustedes son de ley, pónganse a
las órdenes del capitán Jiménez.
En ese
momento se acercó el administrador de la finca Atilano Martínez, saludó al
grupo de militares y al cura le dijo:
--Padre
Miguel, con todo respeto digo a usted que
hay comida para todos, ya está lista la barbacoa.
--Se
te agradece Atilano—le dijo el sacerdote y continuó—ya veo que en la noria se
están acomodando los muchachos.
--Así
es señor, usted y los capitanes pasen al corredor de la casa, ahí están las
mesas– y siguió diciendo el hombre señalando una arboleda —O si gustan allí
debajo de la nogalera hay buena sombra.
A
media tarde de ese día dieciséis, Hidalgo y sus huestes llegaron al pueblo de
Atotonilco, allí se les unió más gente .Fueron recibidos por el capellán
Remigio González y de cuyo templo Hidalgo tomó una imagen de la virgen de
Guadalupe, misma que convirtió en bandera de su movimiento.
Al anochecer, los insurgentes cada vez con más simpatizantes se situaron en las
afueras de San Miguel en espera de la reacción que asumiría esta villa. En el pueblo sabían de la insurrección desde
temprana hora, provocando la agitación de la plebe y la angustia de los
españoles, quienes permanecían armados y guarnecidos en las Casas Reales; pues
temían que Hidalgo los tomara presos, como había hecho con los gachupines de
Dolores.
La
defensa de San Miguel dependía del Regimiento de la Reina por ser un cuerpo de
caballería bien armado y disciplinado. Sin embargo, la indecisión de su jefe,
Narciso María Loreto de la Canal, terminó favoreciendo a los sublevados gracias
a la influencia que Allende tenía entre sus compañeros del propio regimiento.
Sin oposición,
se tomó San Miguel, se nombraron nuevas autoridades, tomaron armas y dineros,
nuevos partidarios se unieron a ellos. Durante dos días y en total desorden los
insurrectos saquearon casas, comercios, escandalizaron y de esa manera
atemorizaron a la población. La noche del dieciocho Hidalgo y los jefes
militares decidieron avanzar hacia Celaya en la madrugada del día diecinueve.
Se movilizaron
las fuerzas según lo previsto, ya en camino, en San Juan de la Vega, tomaron
sus alimentos, y desde la hacienda de Santa Rita se solicitó al Ayuntamiento de
Celaya su rendición, para ese día se tenían a unos cuatro mil hombres .Las
noticias que llegaban a Celaya dividieron a la población, los pobres, los
esclavos se preparaban para cobrarse las injusticias y agravios que durante
tres siglos habían sufrido por parte los
europeos. Estos por su parte ocultaban sus caudales, se armaban, las
autoridades españolas pidieron apoyo militar a Querétaro y Guanajuato,
refuerzos que nunca llegaron pues igual aquellas dos ciudades se preparaban
para recibir un ataque de mayores proporciones. Desesperados los celayenses,
encabezados por las autoridades, con la protección de los soldados del
Regimiento Provincial, junto con los acaudalados españoles huyeron hacia
Querétaro.
Fue así como
Miguel Hidalgo y Costilla hicieron su entrada a la inerme Celaya el
veintiuno de septiembre por el
lado norte de la población, con gran solemnidad, en compañía de Ignacio Allende,
Aldama y los demás jefes, llevando en sus manos el estandarte con la imagen de
la Virgen de Guadalupe que tomó en el Santuario de Atotonilco.
La ostentación de la entrada comprendía además la música del Regimiento de la
Reina con cerca de un centenar de dragones. Enseguida avanzaba una columna
formada por contingentes del campo a caballo, y masas de indígenas con machetes
sin orden alguno.
Hidalgo determinó un alto en el templo de San Antonio, revisó sus tropas,
avanzó al centro de la población que lo vitoreaba, hasta llegar a la plaza mayor, para hospedarse esa noche
en un mesón. Pero un incidente desafortunado
provocado por un disparo y la muerte del cochero del prominente
comerciante celayense, se interpretó como la señal para que la multitud se
dispersara por la población atracando las casas de los españoles Aldama opuesto
a semejante manifestación de vandalismo externó su disgusto a Hidalgo,
quien de mala manera le contestó:
--Teniente
Aldama, no sé de otra manera de hacernos de partidarios, pero si usted tiene
otras formas de lograrlo, pues adelante. Póngalas en práctica.
Aquella desquiciada y agitada plebe
recogió como botín la fortuna abandonada por los ricos en las tumbas del
Convento del Carmen, unos doscientos mil pesos oro. Al día siguiente se pasó revista a aquella tropa
improvisada, concediéndole al cura de Dolores el nombramiento de Capitán
General; un error que, con el paso del tiempo, llevaría al fracaso a aquella
rebelión.
La batalla por la toma de la Alhóndiga de
Granaditas en la ciudad de Guanajuato, capital del Estado de su mismo nombre,
bajo el mando de Juan Antonio Riaño Intendente español, se dio el día
veintiocho de septiembre de mil ochocientos diez, cinco días antes, el veintiuno el cura
Hidalgo fue proclamado Capitán General y con ese carácter le envió dos misivas
al jefe español, avisándole del ataque y exhortándolo a la rendición, situación que fue rechazada
por Riaño, haciendo caso omiso a la amistad que ambos tenían ,amistad que medianamente habían fortalecido en
algunas reuniones en Querétaro . Comieron juntos ocasionalmente con la
Corregidora ya que ambos eran del círculo de amistades de doña Josefa. A
principios de septiembre de mil
ochocientos diez el cura Hidalgo hizo invitaciones al Intendente Riaño para que
lo visitara en Dolores y comer juntos, invitaciones que el militar español no
aceptó por sus muchas ocupaciones, sin sospechar siquiera que Hidalgo le quería
tender una trampa y apresarlo.
Riaño,
militar experimentado no se atrevió al ataque y prefirió defenderse dentro de
la alhóndiga, por tanto de manera escueta le respondió a Hidalgo “Me he
hecho fuerte en el Castillo de Granaditas; aquí lo espero con sus chusmas”
El
intendente sabía de la fortaleza de aquella edificación, que el mismo había
hecho construir años atrás como granero de la región con un costo de quinientos
cincuenta mil pesos oro, un recinto rectangular de setenta metros por lado y
veintitrés metros de altura que resguardaban veinte mil metros cuadrados de
bodegas y estancias en sus cuatro niveles. Ahí albergó a quinientos soldados de
tropa, gente armada, dineros, familias españolas, pertrechos y alimentos para
resistir lo más posible. Pese a las advertencias del cabildo municipal que les pedían que abandonaran el recinto que
podía convertirse en una trampa fatal. El teniente Gilberto Manuel, hijo mayor
de Riaño había dirigido apresuradamente las fortificaciones exteriores, de
quien se dijo fue el de la idea del encierro de la gente. El Intendente estaba
persuadido de la inutilidad de la resistencia, pero, por su honor militar,
estaba dispuesto al sacrificio.
El veintiocho de septiembre de mil ochocientos diez, hacia las once de la
mañana, los insurgentes iniciaron el ataque de Guanajuato con tres columnas:
una al mando de Juan Aldama que ingresó por Tepetapa y el Carrizo; una segunda
bajo la dirección de Ignacio Allende que penetró por la Calzada de Nuestra
Señora y el Pardo hasta ubicarse en el barrio de Gavira, y la tercera, dirigida
por Mariano Abasolo y el propio Hidalgo, que arribó por la Calzada del
Tecolote. Todos ellos avanzaron hasta rodear la alhóndiga y combatieron
fieramente en las trincheras que se habían levantado en las calles aledañas.
En las primeras escaramuzas de la batalla,
defendiendo una trinchera murió de un
tiro en la cabeza el Intendente Juan Antonio Riaño, personaje ilustre recordado
sólo por su oposición a la independencia y no como un buen gobernante y su
brillante carrera militar en otros países al servicio de la corona española. Su
muerte y la de su hijo el teniente Gilberto Manuel provocaron gran desorden entre los cuatrocientos
soldados y otros tantos civiles que defendían la alhóndiga , que bajo el mando
del mayor Berzábal lo mismo mostraban banderas blancas que disparaban fusiles y
arrojaban granadas sobre los insurrectos
que ya llegaban a la puerta de la
fortificación.
El asedio era
incontenible, las fuerzas insurgentes, por oleadas venían de todas partes, los
defensores atrincherados en las alturas del fuerte disparaban y mataban por
decenas, centenares de hombres deseosos de libertad morían en el fragor de la
batalla sin auxilio alguno. La situación parecía no tener salida: desde los
cerros llovían balas y piedras que impedían a los realistas ocupar la azotea y
desde ahí matar a más indígenas y campesinos que armados de lanzas, aperos de
labranza, machetes y cuchillos seguían llegando por millares para estrellarse
una y otra vez contra los infranqueables muros.
--Sí al menos
tuviéramos un cañón para derribar esa puerta—decía Mariano Abasolo al padre
Hidalgo.
--Si logramos
tumbar ese portón —respondió el cura— la batalla estaría resuelta capitán.
Cerca de ellos
varios hombres los escuchaban a pesar del estruendo y la gritería de los
combatientes, tres de aquellos hombres se acercaron, uno les dijo sin titubeos:
--Yo puedo
quemar esa puerta si ustedes me da licencia señor cura.
Sorprendidos,
Abasolo e Hidalgo vieron al hombre de baja estatura, delgado pero musculoso.
--¿Y cómo lo
puedes hacer muchacho, pero que sea pronto? —Preguntó Hidalgo.
--Pos nosotros
le ponemos al “Pípila” sobre el lomo aquella piedra plana que esta allá –dijo
otro de los hombres señalando un montón de rocas -- y él se va gateando hasta
la puerta con leña resinosa y brea y con una antorcha le prende lumbre.
--Pues rápido,
traigan la piedra y cuerdas para amarrarla —urgió Abasolo—
¿Cómo te llamas
muchacho, de dónde eres?--preguntó Hidalgo al apodado El Pípila mientras le
amarraban la losa en la espalda.
Me llamo Juan José de los Reyes
Martínez Amaro señor, soy minero de aquí de Guanajuato.
Poco después, crujía la
fuerte madera de mezquite de la puerta de la alhóndiga envuelta en llamas por
donde a punta de lanzas, machetes y todo tipo de armas de fuego entraron las
huestes insurgentes, verdaderas hordas salvajes que sin misericordia asesinaban
y decapitaban a todo ser humano que se les ponía enfrente, sin importarles sí
eran niños, mujeres, soldados o indefensos ancianos, torrentes de sangre
inundaron pasillos y patios, cabezas humanas rodaban por doquier en aquel
recinto que fuera orgullo del Intendente Riaño y de la Corona Española. Los
insurgentes arrasaron sin piedad vidas y bienes,
Con la caída de
Granaditas la resistencia terminó, Hidalgo y los suyos tomaron el real de minas
más rico de la Nueva España; libraron con éxito su primera batalla y se dieron
a conocer en todo el imperio. Desgraciadamente esta repentina fama no sólo se
debió a su ideología independentista, sino más bien a la masacre, violaciones
,a la feroz carnicería, al pillaje y la crueldad practicados por la plebe luego
del triunfo; excesos tolerados al menos en parte por el caudillo de Dolores.
Después de la
toma de Granaditas, se nombraron autoridades locales y provinciales, como
Intendente a Francisco Gómez, estableciendo de inmediato una casa de moneda y
una fundición de cañones. El Capitán General
Miguel Hidalgo ordenó la marcha del ejército insurgente sobre Valladolid.
Si bien el objetivo prioritario era la ciudad de México. Querétaro era paso
obligado, pero esta ciudad estaba fuertemente protegida por ello la decisión de
virar a Michoacán con el fin de aprovechar la captura del intendente de aquella
región, Manuel Merino, por parte de algunos patriotas de Acámbaro comandados
por la heroína María Catalina Gómez.
Se aproximaron a
Valladolid (Hoy Morelia) el quince de Octubre de mil ochocientos diez después de
cruzar los fértiles campos que bordean el río Lerma, la muchedumbre
rebelde; calculada ya en cuarenta mil personas, se aproximó a la ciudad. Juan
Aldama pidió su rendición. Entabladas las negociaciones en Indaparapeo,
Valladolid se entregó sin luchar, recibiendo a los insurrectos el día
diecisiete en un jubiloso desfile encabezado por Hidalgo y Allende. A su paso,
estos caudillos escucharon vivas, cantos, repique de campanas y música
El dieciocho
Miguel Hidalgo designó a José María Anzorena como intendente y nuevas
autoridades locales; se apropió de cuatrocientos siete mil pesos
correspondientes a la Catedral, a los caudales del rey y a los particulares,
fondos que pasaron a su hermano Mariano Hidalgo, tesorero de la tropa. Se
dispone la supresión del pago de tributos para las castas y otorga además la
libertad a los esclavos de la comarca. La justificación de esta medida, dictada
por primera vez en América, no puede ser más simple: por humanidad y
misericordia.
La salida de la
milicia insurgente ocupó todo el día veinte, pues su número se elevaba ya a
ochenta mil personas, contingentes integrados lo mismo por tropas
disciplinadas, como los recién admitidos regimientos de infantería provincial
pero también por numerosas multitudes tan entusiastas como ignorantes en
materia bélica. Grandes caudales que se iban acumulando, animales para la carga
y para alimento, víveres y medicamentos.
En Acámbaro,
rumbo a la capital del virreinato, se intentó poner orden a aquella multitud
organizándola en regimientos, brigadas, divisiones. Mejor salario a los
oficiales y tropa, menos nombramientos y
ascensos, todo bajo la supervisión del alto mando y del Capitán General Miguel
Hidalgo, Generalísimo de
América.
Con estas
fuerzas mediadamente organizadas militarmente se avanzó sin resistencia por
Maravatío, Tepetongo, Ixtlahuaca y Toluca, siendo hasta el treinta de octubre
cuando se tuvo enfrente al ejército del rey que resguardaba la ciudad de
México: mil infantes, cuatrocientos jinetes y dos piezas de artillería al mando
del teniente coronel Torcuato Trujillo.
La batalla
se libró en el Monte de las Cruces durante toda la jornada; pese a la enorme
desventaja numérica a favor de los insurgentes de cincuenta y tres a uno, los
realistas lograron contener los ataques de aquellas masas hasta que perdieron los
cañones que cubrían de metralla al enemigo. La
hazaña fue de Mariano Jiménez y de tres mil efectivos que siguiendo las
órdenes de Ignacio Allende quitaron a Trujillo su mejor arma, la artillería.
Fue una victoria
pírrica ciertamente por las cuantiosas pérdidas humanas y por el agotamiento de
las reservas de municiones, pero tenían ya el paso libre a la inerme ciudad de
México, capital de la Nueva España. Habían llegado al momento que pudo haber sido históricamente el
más importante de manera inesperada, ni siquiera soñado por los caudillos. Tuvieron
dudas y no asestaron el golpe definitivo que debió prolongarse diez años más
hasta el veintisiete de septiembre de
mil ochocientos veintiuno
El treinta y uno
de octubre de mil ochocientos diez, Mariano Abasolo y Mariano Jiménez a bordo
de un carruaje con bandera blanca y escoltada por decenas de jinetes, fueron
por el camino de Cuajimalpa a Chapultepec con el encargo de entregar la
intimidación al virrey Francisco Javier Venegas.
“Al terminar
esta comunicación me dirijo a la Divina providencia, pidiéndole fervorosamente
incline el corazón de vuestra excelencia a la moderación, al buen juicio, para
resolver sin pasión, sino sólo consultando a la justicia y al derecho con que
esta nación pide su independencia y libertad. Evitando sangre y destrozo, y
obtener dicha y felicidad para la América,
son dos extremos, que con inteligencia usted elegirá el mejor”
El virrey
recibió y abrió la correspondencia de Hidalgo; pero la regresó sin respuesta y
amenazando de muerte a los comisionados en caso de no retirarse de inmediato.
Al volver éstos al campamento insurgente se efectuó una urgente junta de generales para analizar la
situación:
Atacar de
inmediato la ciudad y terminar ahí mismo con el gobierno virreinal, Gobierno y
las altas clases se preparaban ya para huir a Veracruz. Esto desde luego no lo
sabían los insurgentes.
En contra, los detenían
varios factores tales como: la escasez de municiones, la indiferencia
del pueblo capitalino ante la cercanía de los insurgentes; actitud contraria a
la mostrada en las otras ciudades y el desplazamiento desde Querétaro hacia
México de los ejércitos de Félix María Calleja y Manuel Flon.
Y a partir de
aquí el desastre, la deserción en masa , la desbandada de miles y miles de
hombres que ante la incertidumbre de sus jefes de avanzar y saquear la capital,
dieron por hecho que esta batalla había fracasado. Los invadió el desaliento
sin conocer detalles Y el colmo, un
encuentro imprevisto con la milicia de Calleja en las inmediaciones de San
Jerónimo Aculco causó la desbandada de aquellas tropas bisoñas. Más que batalla
lo de Aculco fue una escaramuza que dejó pocos muertos, pero suficientes para
desmoralizar a los rebeldes que huyeron en todas direcciones. Tocaron las
puertas de la gloria en el Cerro de las Cruces en Cuajimalpa Pero con sus
temores y dudas acamparon en Aculco que se les trastocó en infierno. Hidalgo y
Allende jamás asumieron la responsabilidad de este error histórico que provocó
aquella amarga derrota moral.
Pese a la
desbandada de Aculco que dispersó al ejército insurgente tan rápido como se
había reunido, el movimiento no perdió su fortaleza. Las frases de Miguel
Hidalgo redactadas en su retorno a Valladolid son el reflejo de aquel momento:
“La nación, que tanto tiempo estuvo aletargada, despierta repentinamente de su
sueño a la dulce voz de la libertad: corren apresurados los pueblos y toman las
armas para sostenerla a toda costa”.
Reordena planes
y acciones ,la lucha se iba multiplicando por varias provincias hoy estados de
la república del centro y norte ,hacia el sur José María Morelos que fuera su
alumno en Valladolid se encargaba de organizar grupos que iban surgiendo,
Hidalgo fue delegando comisiones, armas y dineros para la causa libertaria.
Precisamente
gracias a un caudillo local llamado José Antonio “el Amo” Torres, pudo Hidalgo recobrar
su fuerza militar y su influencia política. El Amo recibió del cura la
encomienda de extender la sublevación hacia el occidente, y lo hizo con tal
éxito que se apoderó de la Nueva Galicia, incluyendo su capital Guadalajara.
Enterado Hidalgo
de tan afortunado suceso, dejó Valladolid, desoyendo el llamado de Ignacio
Allende que desde Guanajuato le pedía refuerzos para combatir al general
Calleja, refuerzos que no le mandó. Y se fue al poniente. El recibimiento en
Guadalajara fue apoteótico las autoridades civiles y eclesiásticas le rindieron
honores de “generalísimo”, el ejército insurgente allí reunido se puso a su
disposición y como ave fénix, resurgió Hidalgo de sus cenizas
Con el apoyo
incondicional del Amo Torres y cañones
traídos de San Blas, Nayarit hasta Guadalajara, Miguel Hidalgo nombró un
gobierno encabezado por el mismo y algunos ministros, entre ellos Ignacio López
Rayón y un Ministro Plenipotenciario ante los Estados Unidos. Abolió la
esclavitud, ordenó devolver las tierras a los indígenas, tierras que estaban en
posesión de criollos y españoles. Estas disposiciones le acarrearon enemistades
con la poderosa clase criolla, Peor aún los ataques contra Hidalgo se vieron
favorecidos por sus abusos. Sin más razones que el odio, la sospecha y la
condescendencia con la plebe, el cura aprobó el asesinato de decenas de
prisioneros españoles, primero en Valladolid y más tarde en Guadalajara, siendo
un incondicional suyo, el torero Marroquín, el encargado de esta inhumana
tarea, al amparo de la noche y en las barrancas próximas a Guadalajara se
fueron sumando cientos de cadáveres..
El doce de
diciembre de mil ochocientos diez, Allende y los militares que le seguían se
reencuentran con Hidalgo en Guadalajara. Reprochan al generalísimo por no haberlos
apoyado en Guanajuato, traen tras de sí la derrota y, lo peor, las tropas
realistas de Félix María Calleja.
Las divergencias
entre los dos principales caudillos no pueden ser superadas, menos aún por el
protocolo y lujo que ahora rodea al clérigo; sin embargo, lo importante es
ahora la cercanía del ejército virreinal. Los preparativos para el
enfrentamiento ocupan a todos .Hidalgo toma el mando y sale con todos sus
efectivos para atacar a Calleja confiando en la superioridad numérica de
hombres y piezas de artillería.
El diecisiete de
enero de mil ochocientos once se libra
aquella batalla en el Puente de Calderón. Hidalgo y los suyos detienen dos
veces la embestida dirigida por Manuel Flon, Pero el estallido de un depósito
de municiones y las escenas atroces de mutilados y quemados provocan el
desorden y la huida del mayor contingente rebelde que se viera reunido a lo
largo de la Guerra de Independencia.
Una vez más la
impericia militar de los estrategas libertarios les provoca una dolorosa y contundente
derrota que los obliga a batirse en retirada del occidente y centro del país
para buscar refugio en el norte, con el propósito de refugiarse lejos e
intentar llegar a los Estados Unidos, único país independiente en América.
Tras la
flagrante derrota en el Puente de Calderón, dispersos los líderes en su huida
al norte, pero convenidos para reencontrarse en lugares seguros, fueron avanzando
por San Luis Potosí, para encontrarse Hidalgo y Allende en Hacienda El Pabellón
en el hoy Estado de Aguascalientes. Fue ahí que con la anuencia de los jefes
insurgentes que allí coincidieron se destituyó a Hidalgo del mando culpándolo
de los fracasos y derrotas en la guerra. Se nombró en su lugar a Ignacio
Allende .Se recontaron caudales que continuaron bajo la custodia de Mariano
Hidalgo, tesorero y hermano de don Miguel. Siguieron hacia Zacatecas los
carruajes y las tropas, unos mil quinientos hombres aproximadamente. Enfilaron
camino a Coahuila para abastecerse de agua en las norias de Baján, junto al
pueblo de Acatita, ubicado en pleno desierto y habitado eventualmente por unas
cuantas personas.
Cambiaron los
tiempos para los insurgentes y las amistades los fueron olvidando. Se
reacomodaron muchos buscando el perdón de los españoles, otros que desertaron
para unirse a las fuerzas rebeldes, volvieron al redil .Tal fue el caso del
capitán Ignacio Elizondo en Coahuila, que siendo militante insurgente y para
quedar bien con el virrey, urdió un plan para apresar a los caudillos rebeldes
a su paso por Acatita, lugar al que llegarán confiados pues sabían que ya era
una provincia liberada de la corona española. Y allá fue al desierto el
veintiuno de marzo de mil ochocientos once
con su alforja llena de traición, su mejor sonrisa y trescientos
cuarenta y dos soldados veteranos y bien
montados.
Los insurgentes
no formaban columna, viajaban dispersos y alejados unos de los otros, condición
que aprovechó Elizondo con sus hombres
que en grupos de cuarenta o cincuenta , aparentaban saludar y escoltar algún
carruaje, cuando en realidad lo aislaban y con rapidez los desarmaban y
amarraban de inmediato, quedando los presos a la retaguardia. De esa manera
apresaron primero a Mariano Jiménez.
En ese orden
siguieron llegando hasta catorce coches, con todos los generales y eclesiásticos
que los acompañaban, fueron aprehendidos sin resistencia; excepto Allende que
tiró un balazo a Elizondo llamándole traidor, y éste, escapando el cuerpo de
las balas, mandó hacer fuego sobre el coche, quedando muerto el hijo de Allende
que era teniente general. Allende ya amarrado lo llevaron a la retaguardia.
El último
carruaje era donde viajaba el cura Hidalgo, a quien se le pidió su rendición,
sin protesta alguna se rindió, fue asegurado. De esa manera poco después de las
nueve de la mañana del veintiuno de marzo de mil ochocientos once toda la elite
iniciadora de la Independencia de México eran prisioneros del gobierno
Virreinal de la Nueva España.
Los líderes
aprehendidos en Acatita de Baján fueron llevados rumbo a Chihuahua, incluyendo
a Hidalgo, bajo estrictas medidas de seguridad.
En El Álamo fueron separados los religiosos para llevarlos a Durango donde se les condenó al paredón o la cárcel.
Con tales
medidas, la llegada a Chihuahua de
Hidalgo, Allende y sus más cercanos colaboradores se hicieron sin mayor
novedad, dándose inicio de inmediato a los juicios. Cumplidos los juicios las
ejecuciones se fueron dando sin tardanza. Del diez de mayo al seis de junio de
mil ochocientos once fusilaron a los cabecillas de menor rango. El día
veintiséis de junio fueron pasados por las armas el generalísimo Ignacio
Allende; capitán general Mariano Jiménez; teniente general Juan Aldama, los
tres fueron decapitados y sus cabezas enviadas posteriormente a Guanajuato. Al
día siguiente fusilaron al gobernador de Monterrey Manuel Santa María. Al
ministro José María Chico; al brigadier Onofre Portugal; al intendente del
ejército José Solís, y al director de ingenieros Vicente Valencia.
Miguel Hidalgo
por ser sacerdote se le hicieron dos juicios: uno religioso y otro penal.
Como consecuencia del juicio religioso,
Hidalgo fue degradado en una ceremonia dirigida por el canónigo doctoral
Francisco Fernández Valentín, comisionado por el obispo de Durango para tal
función. La degradación se efectuó el veintinueve de julio de mil ochocientos
once en el Hospital Real de Chihuahua.
Estas muertes,
una a una, se convirtieron en devastador castigo moral para el cura de Dolores;
tanto como el abandono de Mariano Abasolo, quien, para salvar la vida, no dudo
en colaborar con las autoridades virreinales.
Chihuahua, siete
de la mañana, treinta de julio de mil ochocientos once .Doce soldados armados,
bajo las órdenes de Pedro Armendáriz , comandante del pelotón llegan hasta la
reja del calabozo donde el cura Hidalgo reza de pie en una esquina, entran
dos y con mucho respeto y voz temblorosa
uno de ellos le dice:
--Padre Hidalgo,
venimos por usted, vamos.
--Dios los
bendiga --les dice a todos y haciendo la señal de la cruz los persigna a todos.
--Vamos hijos.
Al llegar a la puerta,
vuelve la cara hacia el interior y da un vistazo a su banco y una mesita de
madera donde quedan unos pedazos de papel y un cacho de lápiz. Flanqueado por
los soldados cruzan el patio del hospital, para llegar al rincón donde está el
banquillo sucio y manchado de sangre seca, el traslado se hizo calladamente,
sólo el sonido de los estoperoles de las botas militares rompía el silencio circundante.
Algunos testigos y sacerdotes estaban presentes. Hidalgo llevaba un librito de
oraciones en la mano derecha y un crucifijo en la izquierda, se sentó en el banquillo,
sin decir palabra dio el librito a un sacerdote. Fue atado al banquillo, se le
colocó una venda en los ojos, tomó el crucifijo con las dos manos. Antes dijo:
--Yo soy un luchador por las causas justas, No
soy un traidor, no me disparen por la espalda.
La
tropa estaba de tres en fondo, cuatro soldados en cada fila, de acuerdo a lo
previsto se dio la orden de disparar a la primera fila que distaba dos pasos, tres de las balas le dieron en el
vientre y
la otra en un brazo que le quebró; el dolor lo hizo torcer el cuerpo, por lo que
se zafó la venda, clavando aquellos hermosos ojos en la tropa, algunos soldados
se estremecieron. Otra orden de disparo a la segunda fila, las cuatro balas le
dieron también en el vientre, aunque la orden era disparar al corazón, por sus
ojos abiertos rodaron gruesas lágrimas, solamente le destrozaron vientre y espalda,
los soldados temblaban ante aquel hombre que no
se doblegaba. Fue entonces que el comandante Armendáriz ordenó a dos
soldados de la tercera fila para que pasaran a darle tiros de gracia en el
corazón, el primer balazo fue a quemarropa, aun así continuaba el cura con estertores
por lo que el siguiente soldado casi sin verlo le disparó al corazón un tiro
más; siendo así como terminaron con la vida del cura de Dolores.
Enseguida sentaron y ataron el cuerpo sobre una silla
que llevaron hasta la puerta principal, pusieron la silla sobre una mesa para
exhibirlo ante decenas de hombres y mujeres que lloraban sin contenerse en la
calle fuera del hospital. Minutos después lo llevaron dentro nuevamente. De la
parte de atrás del hospital, machete en mano llegó un fortachón indio tarahumara apellidado
Salcedo, quien puso de bruces el cadáver
y de un solo tajo cortó la cabeza al cuerpo, rodando ésta por el piso, la
recogió de inmediato, la metió a una vasija que entregó a un soldado, por esta tarea le pagaron
veinte pesos plata que recibió en sus ensangrentadas manos, Le regalaron
también el machete.
La cabeza
de Miguel Hidalgo fue conservada en vinagre y sal, para enviarla al poco tiempo
a Guanajuato, junto con las cabezas de Ignacio Allende, Mariano Jiménez y Juan
Aldama. Allá llegaron en octubre de mil ochocientos once, fueron colgadas en
sendas jaulas de hierro, una en cada esquina de la Alhóndiga de Granaditas,
donde permanecieron casi diez años hasta
marzo de mil ochocientos veintiuno, seis meses antes de la consumación de la
independencia de México. Actualmente esos restos están depositados en la
Columna de la Independencia en la ciudad de México.
F I N
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San Juan
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