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domingo, 4 de marzo de 2018

Zulema












                         
Zulema
Una esplendorosa bóveda azul celeste cubre la costa y el pueblo de Emilio Carranza, Veracruz, poblado de unos tres mil habitantes situado casi a tiro de piedra de la playa de Lechuguillas en el Golfo de México. Tierra adentro lucen verdes y esplendorosos los cerros cubiertos de espesas arboledas, detrás de ese lomerío se ven las azuladas crestas de la serranía camino a Juchique de Ferrer. Por el Sur, a mis espaldas, del otro lado del río lucen enhiestos los cerros gemelos de Los Atlixcos. Nada empaña la tranquilidad de este domingo de abril de mil novecientos cuarenta y siete, salgo de mi casa hacia el fondo del patio, atravieso la zanja que cruza por el medio terreno que en tiempo de lluvias lleva tanta agua como si fuera un arroyo, pero ahora está seca y polvorienta.
Con un machete en mano voy hasta la alambrada del fondo del solar  para cortar malvas para hacer una escoba, me sigue de cerca  la Zulema, una perra de mediana edad, fuerte, colorada con mechones amarillos entrepelados, muy paridora eso sí, tiene una prole de siete perritos a los que amamanta en un rincón de la covacha que está detrás de la cocina.

Empiezo a cortar  hierbas para la escoba y barrer el empedrado del frente  de la casa, un largo adoquinado de unos  cuarenta metros hecho con piedras bolas traídas en angarillas a lomo de burro desde el cascajal del río .De pronto se escuchan dos atronadores estallidos, levanto la mirada y en dirección a las calles del centro, veo dos nubecillas blancas que se mueven bajo el fondo azul del cielo. Y enseguida: -¡Pum, pum, pum!-; otras tres explosiones y otras tantas  bolitas de humo que se recortan con nitidez sobre el inmaculado cielo. La Zulema, se estremece por el miedo a los estruendosos petardos que están lanzando al aire, temblando se mete entre mis piernas, le  tallo el lomo para calmarla, hago mi tercio de hierbas  y voy corriendo al frente de la casa, seguido por la perra. Me encuentro a otros chamacos  vecinos que igual  sorprendidos me preguntan del porqué de la cohetería, tuerzo la boca, levanto los hombros  y solo les digo-¡Sepa!-
En eso estamos a la puerta de mi casa, mientras amarro la hierba en el palo haciendo el escobajo cuando  vemos a Leonor Márquez  como a cincuenta o sesenta  metros calle abajo caminando por el frente de la casa de doña Zenorina. Noy, como le decimos con afecto es una señora joven, treintona, guapa  dicen los señores casados; coqueta, chismosa y muy puta, afirman las señoras mayores.  Corremos a encontrarla los seis o siete chamacos   para preguntarle sobre tanto cohete, cruzamos la calle  y nos topamos con ella mero donde están las enormes piedras boludas en  el fondo del campo de béisbol, todos los chiquillos nos trepamos a los empellones a las peñascos, ella sonríe ante nuestro  alboroto y, con aire displicente  y magistral nos dice: _¡Bola de chiquillos pendejos!_¿No saben que hoy se casan dos de los más riquillos del pueblo, se matrimonian Rosita Castillo y Beto Sánchez?


Y continúa diciendo Leonor: Al rato llega el cura Felipe Del Castillo para casarlos. Vean, volteen para atrás, vean, miren bien: Ruperto el sacristán abrió la iglesia temprano, la están limpiando como si fuera la fiesta de la mera patrona Santa Bárbara el 4 de Diciembre, pero no, todo el rebumbio es por el casorio de esa pareja de presumidos.
 Boquiabiertos vemos el templo abierto con señoras, hombres, algunos chamacos  todos en gran actividad  haciendo limpieza dentro y fuera del recinto.


_¡Ah!, y les digo también: la fiesta es para todo el pueblo, mataron  dos vacas, cinco marranos, trajeron harto comestible dizque muy fino desde Xalapa y Perote, así que  prepárense escuincles, la boda es a las doce. Y luego la fiesta, la comida es en las palapas y bodegas de la tienda de los Sánchez. Bueno, los dejo, yo también me voy alistar, de esto no hay todos los días dijo la mujer finalmente y siguió caminando calle arriba contoneándose provocativamente, mientras nosotros con mucha risilla, la seguíamos de cerca.

_¡Chano!_ ¿Dónde andas?  ¿A qué horas vas a barrer la calzada?
 Es mi madre la que me grita al no verme por el lado del patio. Voy corriendo hacia la casa, jalo la escoba a toda prisa  y jadeando le contesto:
_Acá estoy barriendo  por el cedro mamá. Ya mero termino, ya barrí todo el frente de la casa, le echo una mentirilla. Nomás me falta frente a la  valla de piedras; le digo esto a mi madre mientras los vecinitos Miguel el Grillo y el Güero de doña Juana, con sendas escobas que trajeron a toda prisa  de sus casas  me ayudan a mal barrer para librarme de una zarandeada.
Sudorosos y cuchicheando sobre la boda que ya será en unas horas más nos sentamos en la banca que, mis hermanos y yo,  hicimos de un costanero pegada al cercado de la vivienda, ahí nos  reunimos a platicar  por las noches los chiquillos del barrio cuando no azotan los vientos del Norte, pues teniendo el mar a escasos mil metros, esos aires nos llegan con fuerza huracanada. Zulema se echa al pie mío, pero la acoso para que se vaya a darle de mamar a sus crías.

Por cierto, dos  meses antes, por ahí de mediados de Febrero, una mañana, ya para irnos a la escuela mis hermanos y yo le gritamos a la Zulema para darle de comer. Una  tortilla gorda de maíz recién hecha era su  alimento tempranero. Estaba preñada  por ese tiempo de la perrada actual y tenía que comer. La llamamos a gritos, no apareció por ninguna parte. Guardé la gorda y sin más, salimos corriendo al colegio, no estaba lejos y para cortar camino nos íbamos  por dentro de los patios  pasando debajo de los cercados de alambre de púas, de nuestro al de doña Lucrecia, de ahí al de los Armas y salíamos a galope atravesando al campo de béisbol, de reojo veíamos a la izquierda la parroquia , sobre la misma acera la Casa Ejidal y la casa de la Ganadera en la esquina ; al frente a poco más de cien metros está la escuela primaria “Justo Sierra” nuestro plantel educativo, a donde llegábamos  resoplando pero a tiempo.








Todo el campo de béisbol y calles aledañas hacían las veces  de atrio de la iglesia, lugar de juegos de los alumnos a la hora del recreo, lugar de correrías de todos los vecinos del barrio, los domingos se daban grandes  y emocionantes partidos de béisbol entre la novena local y equipos visitantes. Bueno, hasta campo de aterrizaje de los marinos norteamericanos en la época  de la Segunda Guerra Mundial a principios de  mil novecientos cuarenta y cinco, cuando por largo tiempo los  gringos tuvieron un imponente buque de guerra fondeado frente a nuestra playa, desde la nave volaban al campo de beisbol los helicópteros al pueblo llenos de militares para hacer compras y emborracharse o bien llegaban en enormes lanchones anfibios a las tiendas o cantinas y eran la gran novedad para chicos y grandes. Tiempos  en que a diario volaban escuadrillas de cinco aviones azules de la Marina norteamericana decían que patrullaban el Golfo de México por la mañana y regresaban por la tarde dizque para que no se metieran al Golfo los submarinos alemanes. Como quiera que sea para nosotros todo aquello era un espectáculo que festejábamos siempre simulando vuelos y aterrizando panza abajo en el pasto  del campo. _ ¿Guerra mundial, aviones, submarinos, barco con cañones, lanchones anfibios que salían del mar y rodaban por todo el pueblo, helicópteros sobre nuestras cabezas?  Y toda esa barahúnda a nosotros la chiquillada ¿Qué nos importa? Hoy tenemos boda y fiesta grande en el pueblo y de ahí para allá_¡Qué ruede el mundo!

Esa misma tarde, después de clases la chiquillada nos dimos a la tarea de  buscar a la Zulema, nos ayudaban toda la barriada: los cuates Armas y sus hermanos, el Grillo, Jaime Ponce, el Güero, los Oviedo, mis hermanos Enrique, Aarón. Daniel y Noé. Unos se fueron rumbo al panteón, pues dos años antes allá había parido la perra en una tumba abandonada, otros  buscaron en la curtiduría de don Toño Hernández, lugar de otro parto. Otra ocasión parió al fondo de un barranco de la Poza del Fierro, un lugar casi inaccesible y peligroso por los socavones que dejaban las crecidas del río. Casi cerraba la noche cuando los cuates Armas llegaron con la noticia de que habían localizado a la perra allá por el peñascal.
--Esta encuevada en el raicero de la higuera que está entre las lajas del barranco, nos dice Rogel. Ya mañana la echamos fuera, acordamos todos. Muy temprano al otro día nos fuimos toda la prole al rescate de Zulema. Rodolfo Armas que era el más flaco y alto se encargó de zambullirse en el agujero donde estaban las crías y entre dos lo jalábamos de los pies y salía con un perrito en cada mano  hasta completar siete, para llevarlos en jubilosa procesión encabezada por Zulema hasta llegar a guarecerlos a la covacha de mi casa.


Pero aquello es historia, hoy es domingo, es día de fiesta, hay boda, comida abundante, sodas, refrescos, música, marimba y ahí vamos toda la pandilla a meternos a los patios de los Sánchez para ver los preparativos; gentes van, gentes vienen por los espacios y bodegas. Una febril actividad se desarrolla  por gente desconocida
 _Han de ser mozos que trajeron de los ranchos_ dice Jaime Ponce
_Aquel gordo lo he visto en Santa Ana en el rancho de los Castillo.
Preguntamos a otros chavales que llegaron  temprano y nos cuentan que varios carniceros han destazado  reses y marranos desde el amanecer bajo el mando de don “Pancho Bola” el nacatero más reconocido del pueblo y sus alrededores.   Enormes pailas, ollas y vaporeras sobre grandes hogueras de leña cuecen comidas, barbacoa, tamales, chicarrones, carnitas que han de saciar el apetito de cientos de invitados al festín, muchos más sin invitación pero estaremos en el convite.

En la cocina de la casa grande muchas señoras trabajan preparando alimentos, sobre una mesa en medio de la cocina se ven unos perniles forrados con una especie de tela parafinada, metidos en redecillas de cáñamo, escucho decir que son de jamón ahumado que trajeron de Perote, además colgando en palos rollizos se ven largas tripas rojas que son chorizos, longaniza o algo así oigo decir y…pues la verdad todo huele muy bien y nunca había visto tanta comida junta. Nos salimos por la parte de atrás  del huerto y nos vamos  a esperar que este festejo comience después de la misa. 


_¡Ahí viene la novia!_¡Hey, hey, ya viene la novia! Gritan varios señores y chamacos allá por la esquina de los Acosta, ahí desemboca al campo de béisbol la calle que viene de la casa de los Castillo. Se oye el repicar de campanas a vuelo, el fragor de la cohetería, el traqueteo de las pistolas automáticas de los que acompañan a caballo el séquito de la novia, el grito de _¡Vivan los novios! Se escucha a cada momento repetido  sin cansancio por parientes y amigos de los contrayentes. Es nutrido y largo el acompañamiento de cientos de personas luciendo sus mejores galas en esta boda de Rosita y Beto, que según dicen es la mejor en muchos años, avanza por medio campo en dirección a la ya muy cercana parroquia, donde muchos invitados esperan.

Nosotros, unos quince o veinte chiquillos estamos sentados sobre  las grandes piedras redondas semienterradas en el propio campo atrás de la segunda base, por el rumbo del center dicen los beisbolistas, las mismas donde Noy nos puso al tanto unas horas antes del gran acontecimiento .  Esos cantos rodados por el propio río, “aerolitos” dicen los ancianos, tal vez porque nadie se explica ni cómo ni cuándo llegaron hasta ahí, pero lo cierto  es que son nuestro lugar de reunión en las noches estrelladas y tendidos de espaldas  sobre esas rocas alcanzamos a contar y ponerle nombre a millones de luceros hasta que  alguna nube traviesa cubre el espacio celeste o el grito inoportuno de nuestros padres que nos llaman  para la cena o a la cama, rompe el encanto de nuestras fantasías celestiales. Pero hoy es distinto, son nuestros asientos de primera fila para ver el inusitado espectáculo del cual no sabíamos nada y aquí lo tenemos ya ante nuestros ojos.

Beto Sánchez, impaciente y nervioso, del brazo de doña Sofía su madre espera en la puerta de la iglesia a Rosita Castillo, que del brazo de su padre don Arnulfo está a unos diez  metros de la puerta principal del templo. Cesan los disparos al aire, la cohetería, acallan las campanas y la solemnidad se hace patente mientras parado en lo alto de mi piedra veo como del altar mayor el Padre Felipe  baja los cuatro escalones hasta el pasillo central y avanza para recibir a la pareja casamentera, para esta ceremonia al padre lo flanquean sus dos hijos Felipito y Rubén, muy discretamente vestidos de acólitos, uno con el incensario, el otro con el agua bendita, estos jovencitos son hijos de las hermanas Legaspi, las dos solteronas dueñas de la Finca Tepetates, que hace más de doce años asisten al cura en todas las tareas propias de su ministerio, y de otras indecibles según cuentan las muy respetables  damas católicas del pueblo.

En eso estamos, cuando de pronto se oye una gritería entre la gente de a caballo, disparan nuevamente al aire, se arma un gran alboroto. Muchos gritan:
_¡Agarren a esa pinche perra que algo lleva en el hocico!
_¡Echa espuma por la trompa! Grita otra mujer asustada.
_¡Tiene rabia!, grita Lolo el albañil que  anda borracho con  botella de caña en mano.
Berrean mujeres, chillan y corren despavoridos niños con finos pantaloncillos de terciopelo y niñas de vaporosos trajes, se empujan, caen unas señoras por la raya de primera base, el animal que corre y persiguen no se alcanza a ver entre tantas faldas y crinolinas, pero va con rumbo a la iglesia para escapar de los jinetes.

Nos bajamos de las piedras y corremos hasta la iglesia, llego en el momento justo que mi perra entra corriendo al templo con una gran pierna de jamón en el hocico, antes se enreda con la cola del vestido de  la novia quien da un traspiés y pierde una zapatilla, la parejita de niños que sostienen el fino tul de la cola del vestido ruedan por tierra ante el susto de sus padres el agente municipal don Alejandro y su digna esposa Tomasita. Dentro del templo, con agilidad felina el cura da un salto a un lado, pasa la perra y atropella a Ruperto  el sacristán, ruedan las campanillas, Zulema golpea a la pasada con el pernil de jamón  el hermoso biombo elaborado en fina ebanistería por don Eutimio Vázquez para enmarcar el vitral  del Cristo Rey traído desde Puebla para su bendición y estreno en esta pomposa ocasión, fina pieza de cristal cortado que se hace añicos al estrellarse en el piso.
Los feligreses que están dentro se asustan corriendo hacia todos lados, caen bancas, ruedan gentes mientras  Lolo sigue vociferando botella en mano y ya dentro del templo grita:
_¡La perra tiene rabia, echa mucha baba! _Hey Nacho Gómez ahí te va a pasar mero enfrente, tú traes la pistola en la mano ¡Mátala pendejo! Alcanza a decir Lolo antes de trambucarse sobre una banca donde no para de santiguarse doña Adelita Sánchez, abuela del novio.
Y la perra igual desconcertada sin soltar su presa vira a medio pasillo central y sale corriendo por la puerta del lado izquierdo y se pierde rápidamente en los patios vecinos ante la algarabía de todos los presentes y la cacería de los de a caballo que intentaban lazarla. Alguien  dijo a los jinetes haberla visto huyendo allá por casa de Chencho Díaz, rumbo al camino real de salida  hacia el rancho Las Cabrillas.



Once de la noche, después del ajetreado día de la boda no se oyen ni  los grillos entre las vigas y tejas de mi  casa. De pronto , afuera,  en el palo de pionche donde duermen las gallinas se escucha el aletear del gallo y con su inconfundible y estruendoso canto, que de inmediato secundan los gallos de todo el vecindario dan la señal de que tendremos lluvia al amanecer, tal vez ligera, no es común en Abril, pero lloverá seguramente, los gallos no se equivocan.
Despierta mi hermano Aarón que duerme a un lado de la cocina, en eso oímos que rascaban la puerta que da al patio y sin hacer ruido abrimos y _¡Sorpresa!  Es la Zulema; encendimos una vela, para esos tiempos no conocíamos la luz eléctrica por aquellos pueblos; y la vimos sucia, con desgarros en la piel, agotada, pero… ¡Pero jalando casi intacta todavía aquella gran pierna de jamón!
Le dimos agua, algo de comer sobrantes de la boda, la metí a la covacha con sus desesperados perritos que se pegaron a mamar y la amarré con un mecate luido que quité del pretal a un fuste del burro. Casi a oscuras, en silencio para no despertar familia, lavamos muy bien el trozo de carne, quitamos los restos de tierra en la redecilla, la cubierta de parafina y ahí estaba ante nosotros el banquete del día siguiente, fuimos al fogón, agarramos un gancho de los usados para colgar los robalos salados para secarlos al humo de la leña, esos sí que eran abundantes y fáciles  de pescar en la desembocadura del río, más conocido coloquialmente el manglar como “Boca de chancla”, colgamos el jamón entre un robalo y un pargo y nos acostamos a dormir tranquilos.

Seis de la mañana, está cayendo la llovizna pronosticada por los gallos. Mis padres, maleta en mano y en voz baja para no despertar a los hermanos menores nos avisan que viajarán al puerto de Veracruz, nos hacen las recomendaciones de rigor a Aarón y a mí, saliendo de inmediato para tomar el único viejo autobús que habrá de llevarlos a Villa Cardel y de ahí en tren hasta la ciudad de Veracruz. Un largo día les espera dando tumbos en aquel armatoste desvencijado de los hermanos Malpica  por polvorientos caminos de tierra y kilómetros de playas para  llegar, si tienen suerte como a las cuatro de la tarde a la estación del ferrocarril y abordar el convoy, si es que pasa a tiempo para estar en el puerto jarocho a las siete de la noche.

_Buenos días, buenos días niños_ Escuchamos la voz clara y fuerte, pero amable de Galdina, la señora que nos atiende siempre que mis padres viajan. Nos levantamos rápido  y nosotros los más grandes hacemos los quehaceres que cada quien tiene asignados. Enrique carga con Daniel y montados en el burro van por agua al manantial.  Aarón al molino de Toñita a moler el nixtamal para la masa de las tortillas, Noé va conmigo a comprar  dos litros de leche a casa de Manuel Morales, llevo apretados en la mano la jarra y mis treinta centavos, mientras Lupe  la hermana mayor jala de una mano a Cristina de cuatro años al ir a comprar el pan, requesón y mantequilla ahí junto con doña Adela Alarcón. Enseguida al desayuno, me guardo pan en la bolsa del pantaloncillo para comerlo a la hora del recreo, cada quien revisa su morral de los útiles escolares, suena un campanazo en la escuela, sabemos que solo faltan diez minutos para entrar y todo es correr de chiquillos por el pueblo.
En ese momento llega asustado mi compañero de banca Carlos Aburto que vivía cuadras arriba  y me dice:
_Ahí por casa de Gabriel Lagunés lleva el agente municipal casi arrastrando a Zulema y va muy enojado echando maldiciones. Les grito a mis hermanos pero ellos salieron por atrás del solar rumbo a la escuela, me asomo a la covacha, veo los perritos dormidos todos juntos hechos una madeja de pelos, el viejo mecate con el que amarré anoche a la perra está hecho hilos, Zulema se llevó gran parte del cordel atado al cuello.

Sin más salgo a la calle por la puerta del cedro y logro ver al hombre forcejeando con el animal, salgo lanzado calle arriba hasta alcanzar a don Alejandro e intento arrebatarle de las manos a la perra  que al verme no opone resistencia a que la jale un extraño, discutiendo y caminando llegamos al lindero del mangal de don Pedro Cruz, nos metemos a la zanja, la misma que pasa por el patio de mi casa, de prisa y con destreza el individuo ata de un poste al animal, saca un arma que trae al cinto, me abalanzo sobre mi Zulema para  evitar que le dispare pero el hombre me esquiva, me da un empellón, estoy cayendo de espaldas cuando me deslumbra el fogonazo, ensordezco con el chasquido  en el instante mismo que ante mis propios ojos le descerraja un tiro en la cabeza a la perra que cae despatarrada, don Alejandro grita a la perra:
_¡Esto te mereces por haber revolcado ayer a mis nietos en la puerta de la iglesia, aquí se acaba tu rabia y el hambre perra hija de la chingada! Sin decir más sale a brincos de la zanja, al subir abre el cilindro del arma, bota el casquillo percutido y se aleja a grandes zancadas.

Yo si tengo rabia, indignación, desesperanza cuando con mis débiles manos ayudándome con una estaca trato de rascar una hendidura junto al animal muerto, no sin antes haberle quitado el amarre del pescuezo que anoche le coloqué y ponerle junto al hocico un pedazo del pan que llevo en la bolsa del pantalón que guardé para mí, ya humedecido por la lluvia. Quizá en mi subconsciente suponga que mi perra al deambular por el infinito no vuelva a sufrir hambres ni ataduras. Le echo encima a la Zulema la poca tierra que puedo, unas ramas desquebrajadas y sin mirar atrás subo el pequeño barranco de regreso a casa, al apoyar la mano en el pretil siento entre mis dedos el casquillo de la bala tirado entre pasto y lodo, lo aprieto, lo levanto y con él en la mano con su acre olor a pólvora todavía, restriego los mocos que me escurren de la  nariz, enjugo las abundantes lágrimas y ya mezclado todo con la lluvia de Abril que arrecia, me dan el sabor más terrible del cual tenga memoria.

F I N
Donaciano Barradas Ortega.
San Juan Evangelista, Veracruz. México. A 16 de Octubre de 2015.