Zulema
Una
esplendorosa bóveda azul celeste cubre la costa y el pueblo de Emilio Carranza,
Veracruz, poblado de unos tres mil habitantes situado casi a tiro de piedra de
la playa de Lechuguillas en el Golfo de México. Tierra adentro lucen verdes y
esplendorosos los cerros cubiertos de espesas arboledas, detrás de ese lomerío
se ven las azuladas crestas de la serranía camino a Juchique de Ferrer. Por el
Sur, a mis espaldas, del otro lado del río lucen enhiestos los cerros gemelos
de Los Atlixcos. Nada empaña la tranquilidad de este domingo de abril de mil
novecientos cuarenta y siete, salgo de mi casa hacia el fondo del patio,
atravieso la zanja que cruza por el medio terreno que en tiempo de lluvias
lleva tanta agua como si fuera un arroyo, pero ahora está seca y polvorienta.
Con
un machete en mano voy hasta la alambrada del fondo del solar para cortar malvas para hacer una escoba, me
sigue de cerca la Zulema, una perra de
mediana edad, fuerte, colorada con mechones amarillos entrepelados, muy
paridora eso sí, tiene una prole de siete perritos a los que amamanta en un
rincón de la covacha que está detrás de la cocina.
Empiezo
a cortar hierbas para la escoba y barrer
el empedrado del frente de la casa, un
largo adoquinado de unos cuarenta metros
hecho con piedras bolas traídas en angarillas a lomo de burro desde el cascajal
del río .De pronto se escuchan dos atronadores estallidos, levanto la mirada y
en dirección a las calles del centro, veo dos nubecillas blancas que se mueven
bajo el fondo azul del cielo. Y enseguida: -¡Pum, pum, pum!-; otras tres
explosiones y otras tantas bolitas de
humo que se recortan con nitidez sobre el inmaculado cielo. La Zulema, se
estremece por el miedo a los estruendosos petardos que están lanzando al aire,
temblando se mete entre mis piernas, le
tallo el lomo para calmarla, hago mi tercio de hierbas y voy corriendo al frente de la casa, seguido
por la perra. Me encuentro a otros chamacos
vecinos que igual sorprendidos me
preguntan del porqué de la cohetería, tuerzo la boca, levanto los hombros y solo les digo-¡Sepa!-
En
eso estamos a la puerta de mi casa, mientras amarro la hierba en el palo
haciendo el escobajo cuando vemos a
Leonor Márquez como a cincuenta o
sesenta metros calle abajo caminando por
el frente de la casa de doña Zenorina. Noy, como le decimos con afecto es una
señora joven, treintona, guapa dicen los
señores casados; coqueta, chismosa y muy puta, afirman las señoras
mayores. Corremos a encontrarla los seis
o siete chamacos para preguntarle sobre
tanto cohete, cruzamos la calle y nos
topamos con ella mero donde están las enormes piedras boludas en el fondo del campo de béisbol, todos los
chiquillos nos trepamos a los empellones a las peñascos, ella sonríe ante
nuestro alboroto y, con aire
displicente y magistral nos dice: _¡Bola
de chiquillos pendejos!_¿No saben que hoy se casan dos de los más riquillos del
pueblo, se matrimonian Rosita Castillo y Beto Sánchez?
Y
continúa diciendo Leonor: Al rato llega el cura Felipe Del Castillo para
casarlos. Vean, volteen para atrás, vean, miren bien: Ruperto el sacristán
abrió la iglesia temprano, la están limpiando como si fuera la fiesta de la
mera patrona Santa Bárbara el 4 de Diciembre, pero no, todo el rebumbio es por
el casorio de esa pareja de presumidos.
Boquiabiertos vemos el templo abierto con
señoras, hombres, algunos chamacos todos
en gran actividad haciendo limpieza
dentro y fuera del recinto.
_¡Ah!,
y les digo también: la fiesta es para todo el pueblo, mataron dos vacas, cinco marranos, trajeron harto
comestible dizque muy fino desde Xalapa y Perote, así que prepárense escuincles, la boda es a las doce.
Y luego la fiesta, la comida es en las palapas y bodegas de la tienda de los
Sánchez. Bueno, los dejo, yo también me voy alistar, de esto no hay todos los días
dijo la mujer finalmente y siguió caminando calle arriba contoneándose
provocativamente, mientras nosotros con mucha risilla, la seguíamos de cerca.
_¡Chano!_
¿Dónde andas? ¿A qué horas vas a barrer
la calzada?
Es mi madre la que me grita al no verme por el
lado del patio. Voy corriendo hacia la casa, jalo la escoba a toda prisa y jadeando le contesto:
_Acá
estoy barriendo por el cedro mamá. Ya
mero termino, ya barrí todo el frente de la casa, le echo una mentirilla. Nomás
me falta frente a la valla de piedras;
le digo esto a mi madre mientras los vecinitos Miguel el Grillo y el Güero de
doña Juana, con sendas escobas que trajeron a toda prisa de sus casas
me ayudan a mal barrer para librarme de una zarandeada.
Sudorosos
y cuchicheando sobre la boda que ya será en unas horas más nos sentamos en la
banca que, mis hermanos y yo, hicimos de
un costanero pegada al cercado de la vivienda, ahí nos reunimos a platicar por las noches los chiquillos del barrio
cuando no azotan los vientos del Norte, pues teniendo el mar a escasos mil
metros, esos aires nos llegan con fuerza huracanada. Zulema se echa al pie mío,
pero la acoso para que se vaya a darle de mamar a sus crías.
Por
cierto, dos meses antes, por ahí de
mediados de Febrero, una mañana, ya para irnos a la escuela mis hermanos y yo
le gritamos a la Zulema para darle de comer. Una tortilla gorda de maíz recién hecha era
su alimento tempranero. Estaba
preñada por ese tiempo de la perrada
actual y tenía que comer. La llamamos a gritos, no apareció por ninguna parte.
Guardé la gorda y sin más, salimos corriendo al colegio, no estaba lejos y para
cortar camino nos íbamos por dentro de
los patios pasando debajo de los
cercados de alambre de púas, de nuestro al de doña Lucrecia, de ahí al de los
Armas y salíamos a galope atravesando al campo de béisbol, de reojo veíamos a
la izquierda la parroquia , sobre la misma acera la Casa Ejidal y la casa de la
Ganadera en la esquina ; al frente a poco más de cien metros está la escuela
primaria “Justo Sierra” nuestro plantel educativo, a donde llegábamos resoplando pero a tiempo.
Todo
el campo de béisbol y calles aledañas hacían las veces de atrio de la iglesia, lugar de juegos de
los alumnos a la hora del recreo, lugar de correrías de todos los vecinos del
barrio, los domingos se daban grandes y
emocionantes partidos de béisbol entre la novena local y equipos visitantes.
Bueno, hasta campo de aterrizaje de los marinos norteamericanos en la
época de la Segunda Guerra Mundial a
principios de mil novecientos cuarenta y
cinco, cuando por largo tiempo los
gringos tuvieron un imponente buque de guerra fondeado frente a nuestra
playa, desde la nave volaban al campo de beisbol los helicópteros al pueblo llenos
de militares para hacer compras y emborracharse o bien llegaban en enormes
lanchones anfibios a las tiendas o cantinas y eran la gran novedad para chicos
y grandes. Tiempos en que a diario
volaban escuadrillas de cinco aviones azules de la Marina norteamericana decían
que patrullaban el Golfo de México por la mañana y regresaban por la tarde
dizque para que no se metieran al Golfo los submarinos alemanes. Como quiera
que sea para nosotros todo aquello era un espectáculo que festejábamos siempre
simulando vuelos y aterrizando panza abajo en el pasto del campo. _ ¿Guerra mundial, aviones,
submarinos, barco con cañones, lanchones anfibios que salían del mar y rodaban
por todo el pueblo, helicópteros sobre nuestras cabezas? Y toda esa barahúnda a nosotros la
chiquillada ¿Qué nos importa? Hoy tenemos boda y fiesta grande en el pueblo y
de ahí para allá_¡Qué ruede el mundo!
Esa
misma tarde, después de clases la chiquillada nos dimos a la tarea de buscar a la Zulema, nos ayudaban toda la
barriada: los cuates Armas y sus hermanos, el Grillo, Jaime Ponce, el Güero,
los Oviedo, mis hermanos Enrique, Aarón. Daniel y Noé. Unos se fueron rumbo al
panteón, pues dos años antes allá había parido la perra en una tumba
abandonada, otros buscaron en la
curtiduría de don Toño Hernández, lugar de otro parto. Otra ocasión parió al
fondo de un barranco de la Poza del Fierro, un lugar casi inaccesible y
peligroso por los socavones que dejaban las crecidas del río. Casi cerraba la
noche cuando los cuates Armas llegaron con la noticia de que habían localizado
a la perra allá por el peñascal.
--Esta
encuevada en el raicero de la higuera que está entre las lajas del barranco,
nos dice Rogel. Ya mañana la echamos fuera, acordamos todos. Muy temprano al
otro día nos fuimos toda la prole al rescate de Zulema. Rodolfo Armas que era
el más flaco y alto se encargó de zambullirse en el agujero donde estaban las
crías y entre dos lo jalábamos de los pies y salía con un perrito en cada
mano hasta completar siete, para
llevarlos en jubilosa procesión encabezada por Zulema hasta llegar a
guarecerlos a la covacha de mi casa.
Pero
aquello es historia, hoy es domingo, es día de fiesta, hay boda, comida
abundante, sodas, refrescos, música, marimba y ahí vamos toda la pandilla a
meternos a los patios de los Sánchez para ver los preparativos; gentes van,
gentes vienen por los espacios y bodegas. Una febril actividad se desarrolla por gente desconocida
_Han de ser mozos que trajeron de los ranchos_
dice Jaime Ponce
_Aquel
gordo lo he visto en Santa Ana en el rancho de los Castillo.
Preguntamos
a otros chavales que llegaron temprano y
nos cuentan que varios carniceros han destazado
reses y marranos desde el amanecer bajo el mando de don “Pancho Bola” el
nacatero más reconocido del pueblo y sus alrededores. Enormes pailas, ollas y vaporeras sobre
grandes hogueras de leña cuecen comidas, barbacoa, tamales, chicarrones,
carnitas que han de saciar el apetito de cientos de invitados al festín, muchos
más sin invitación pero estaremos en el convite.
En
la cocina de la casa grande muchas señoras trabajan preparando alimentos, sobre
una mesa en medio de la cocina se ven unos perniles forrados con una especie de
tela parafinada, metidos en redecillas de cáñamo, escucho decir que son de
jamón ahumado que trajeron de Perote, además colgando en palos rollizos se ven
largas tripas rojas que son chorizos, longaniza o algo así oigo decir y…pues la
verdad todo huele muy bien y nunca había visto tanta comida junta. Nos salimos
por la parte de atrás del huerto y nos
vamos a esperar que este festejo
comience después de la misa.
_¡Ahí
viene la novia!_¡Hey, hey, ya viene la novia! Gritan varios señores y chamacos
allá por la esquina de los Acosta, ahí desemboca al campo de béisbol la calle
que viene de la casa de los Castillo. Se oye el repicar de campanas a vuelo, el
fragor de la cohetería, el traqueteo de las pistolas automáticas de los que
acompañan a caballo el séquito de la novia, el grito de _¡Vivan los novios! Se
escucha a cada momento repetido sin
cansancio por parientes y amigos de los contrayentes. Es nutrido y largo el
acompañamiento de cientos de personas luciendo sus mejores galas en esta boda
de Rosita y Beto, que según dicen es la mejor en muchos años, avanza por medio
campo en dirección a la ya muy cercana parroquia, donde muchos invitados
esperan.
Nosotros,
unos quince o veinte chiquillos estamos sentados sobre las grandes piedras redondas semienterradas
en el propio campo atrás de la segunda base, por el rumbo del center dicen los
beisbolistas, las mismas donde Noy nos puso al tanto unas horas antes del gran
acontecimiento . Esos cantos rodados por
el propio río, “aerolitos” dicen los ancianos, tal vez porque nadie se explica
ni cómo ni cuándo llegaron hasta ahí, pero lo cierto es que son nuestro lugar de reunión en las
noches estrelladas y tendidos de espaldas
sobre esas rocas alcanzamos a contar y ponerle nombre a millones de
luceros hasta que alguna nube traviesa cubre
el espacio celeste o el grito inoportuno de nuestros padres que nos llaman para la cena o a la cama, rompe el encanto de
nuestras fantasías celestiales. Pero hoy es distinto, son nuestros asientos de
primera fila para ver el inusitado espectáculo del cual no sabíamos nada y aquí
lo tenemos ya ante nuestros ojos.
Beto
Sánchez, impaciente y nervioso, del brazo de doña Sofía su madre espera en la
puerta de la iglesia a Rosita Castillo, que del brazo de su padre don Arnulfo
está a unos diez metros de la puerta
principal del templo. Cesan los disparos al aire, la cohetería, acallan las
campanas y la solemnidad se hace patente mientras parado en lo alto de mi
piedra veo como del altar mayor el Padre Felipe
baja los cuatro escalones hasta el pasillo central y avanza para recibir
a la pareja casamentera, para esta ceremonia al padre lo flanquean sus dos
hijos Felipito y Rubén, muy discretamente vestidos de acólitos, uno con el
incensario, el otro con el agua bendita, estos jovencitos son hijos de las
hermanas Legaspi, las dos solteronas dueñas de la Finca Tepetates, que hace más
de doce años asisten al cura en todas las tareas propias de su ministerio, y de
otras indecibles según cuentan las muy respetables damas católicas del pueblo.
En
eso estamos, cuando de pronto se oye una gritería entre la gente de a caballo,
disparan nuevamente al aire, se arma un gran alboroto. Muchos gritan:
_¡Agarren
a esa pinche perra que algo lleva en el hocico!
_¡Echa
espuma por la trompa! Grita otra mujer asustada.
_¡Tiene
rabia!, grita Lolo el albañil que anda
borracho con botella de caña en mano.
Berrean
mujeres, chillan y corren despavoridos niños con finos pantaloncillos de
terciopelo y niñas de vaporosos trajes, se empujan, caen unas señoras por la
raya de primera base, el animal que corre y persiguen no se alcanza a ver entre
tantas faldas y crinolinas, pero va con rumbo a la iglesia para escapar de los
jinetes.
Nos
bajamos de las piedras y corremos hasta la iglesia, llego en el momento justo
que mi perra entra corriendo al templo con una gran pierna de jamón en el
hocico, antes se enreda con la cola del vestido de la novia quien da un traspiés y pierde una
zapatilla, la parejita de niños que sostienen el fino tul de la cola del
vestido ruedan por tierra ante el susto de sus padres el agente municipal don
Alejandro y su digna esposa Tomasita. Dentro del templo, con agilidad felina el
cura da un salto a un lado, pasa la perra y atropella a Ruperto el sacristán, ruedan las campanillas, Zulema golpea
a la pasada con el pernil de jamón el
hermoso biombo elaborado en fina ebanistería por don Eutimio Vázquez para
enmarcar el vitral del Cristo Rey traído
desde Puebla para su bendición y estreno en esta pomposa ocasión, fina pieza de
cristal cortado que se hace añicos al estrellarse en el piso.
Los
feligreses que están dentro se asustan corriendo hacia todos lados, caen
bancas, ruedan gentes mientras Lolo
sigue vociferando botella en mano y ya dentro del templo grita:
_¡La
perra tiene rabia, echa mucha baba! _Hey Nacho Gómez ahí te va a pasar mero
enfrente, tú traes la pistola en la mano ¡Mátala pendejo! Alcanza a decir Lolo
antes de trambucarse sobre una banca donde no para de santiguarse doña Adelita
Sánchez, abuela del novio.
Y
la perra igual desconcertada sin soltar su presa vira a medio pasillo central y
sale corriendo por la puerta del lado izquierdo y se pierde rápidamente en los
patios vecinos ante la algarabía de todos los presentes y la cacería de los de
a caballo que intentaban lazarla. Alguien
dijo a los jinetes haberla visto huyendo allá por casa de Chencho Díaz,
rumbo al camino real de salida hacia el
rancho Las Cabrillas.
Once
de la noche, después del ajetreado día de la boda no se oyen ni los grillos entre las vigas y tejas de
mi casa. De pronto , afuera, en el palo de pionche donde duermen las
gallinas se escucha el aletear del gallo y con su inconfundible y estruendoso
canto, que de inmediato secundan los gallos de todo el vecindario dan la señal
de que tendremos lluvia al amanecer, tal vez ligera, no es común en Abril, pero
lloverá seguramente, los gallos no se equivocan.
Despierta
mi hermano Aarón que duerme a un lado de la cocina, en eso oímos que rascaban
la puerta que da al patio y sin hacer ruido abrimos y _¡Sorpresa! Es la Zulema; encendimos una vela, para esos
tiempos no conocíamos la luz eléctrica por aquellos pueblos; y la vimos sucia,
con desgarros en la piel, agotada, pero… ¡Pero jalando casi intacta todavía
aquella gran pierna de jamón!
Le
dimos agua, algo de comer sobrantes de la boda, la metí a la covacha con sus
desesperados perritos que se pegaron a mamar y la amarré con un mecate luido
que quité del pretal a un fuste del burro. Casi a oscuras, en silencio para no
despertar familia, lavamos muy bien el trozo de carne, quitamos los restos de
tierra en la redecilla, la cubierta de parafina y ahí estaba ante nosotros el
banquete del día siguiente, fuimos al fogón, agarramos un gancho de los usados
para colgar los robalos salados para secarlos al humo de la leña, esos sí que
eran abundantes y fáciles de pescar en
la desembocadura del río, más conocido coloquialmente el manglar como “Boca de
chancla”, colgamos el jamón entre un robalo y un pargo y nos acostamos a dormir
tranquilos.
Seis
de la mañana, está cayendo la llovizna pronosticada por los gallos. Mis padres,
maleta en mano y en voz baja para no despertar a los hermanos menores nos
avisan que viajarán al puerto de Veracruz, nos hacen las recomendaciones de
rigor a Aarón y a mí, saliendo de inmediato para tomar el único viejo autobús
que habrá de llevarlos a Villa Cardel y de ahí en tren hasta la ciudad de
Veracruz. Un largo día les espera dando tumbos en aquel armatoste desvencijado
de los hermanos Malpica por polvorientos
caminos de tierra y kilómetros de playas para
llegar, si tienen suerte como a las cuatro de la tarde a la estación del
ferrocarril y abordar el convoy, si es que pasa a tiempo para estar en el
puerto jarocho a las siete de la noche.
_Buenos días, buenos días niños_ Escuchamos la voz
clara y fuerte, pero amable de Galdina, la señora que nos atiende siempre que
mis padres viajan. Nos levantamos rápido
y nosotros los más grandes hacemos los quehaceres que cada quien tiene
asignados. Enrique carga con Daniel y montados en el burro van por agua al
manantial. Aarón al molino de Toñita a
moler el nixtamal para la masa de las tortillas, Noé va conmigo a comprar dos litros de leche a casa de Manuel Morales,
llevo apretados en la mano la jarra y mis treinta centavos, mientras Lupe la hermana mayor jala de una mano a Cristina
de cuatro años al ir a comprar el pan, requesón y mantequilla ahí junto con
doña Adela Alarcón. Enseguida al desayuno, me guardo pan en la bolsa del
pantaloncillo para comerlo a la hora del recreo, cada quien revisa su morral de
los útiles escolares, suena un campanazo en la escuela, sabemos que solo faltan
diez minutos para entrar y todo es correr de chiquillos por el pueblo.
En
ese momento llega asustado mi compañero de banca Carlos Aburto que vivía
cuadras arriba y me dice:
_Ahí
por casa de Gabriel Lagunés lleva el agente municipal casi arrastrando a Zulema
y va muy enojado echando maldiciones. Les grito a mis hermanos pero ellos
salieron por atrás del solar rumbo a la escuela, me asomo a la covacha, veo los
perritos dormidos todos juntos hechos una madeja de pelos, el viejo mecate con
el que amarré anoche a la perra está hecho hilos, Zulema se llevó gran parte
del cordel atado al cuello.
Sin
más salgo a la calle por la puerta del cedro y logro ver al hombre forcejeando
con el animal, salgo lanzado calle arriba hasta alcanzar a don Alejandro e
intento arrebatarle de las manos a la perra
que al verme no opone resistencia a que la jale un extraño, discutiendo
y caminando llegamos al lindero del mangal de don Pedro Cruz, nos metemos a la
zanja, la misma que pasa por el patio de mi casa, de prisa y con destreza el
individuo ata de un poste al animal, saca un arma que trae al cinto, me
abalanzo sobre mi Zulema para evitar que
le dispare pero el hombre me esquiva, me da un empellón, estoy cayendo de
espaldas cuando me deslumbra el fogonazo, ensordezco con el chasquido en el instante mismo que ante mis propios
ojos le descerraja un tiro en la cabeza a la perra que cae despatarrada, don
Alejandro grita a la perra:
_¡Esto
te mereces por haber revolcado ayer a mis nietos en la puerta de la iglesia, aquí
se acaba tu rabia y el hambre perra hija de la chingada! Sin decir más sale a
brincos de la zanja, al subir abre el cilindro del arma, bota el casquillo
percutido y se aleja a grandes zancadas.
Yo
si tengo rabia, indignación, desesperanza cuando con mis débiles manos
ayudándome con una estaca trato de rascar una hendidura junto al animal muerto,
no sin antes haberle quitado el amarre del pescuezo que anoche le coloqué y ponerle
junto al hocico un pedazo del pan que llevo en la bolsa del pantalón que guardé
para mí, ya humedecido por la lluvia. Quizá en mi subconsciente suponga que mi
perra al deambular por el infinito no vuelva a sufrir hambres ni ataduras. Le
echo encima a la Zulema la poca tierra que puedo, unas ramas desquebrajadas y
sin mirar atrás subo el pequeño barranco de regreso a casa, al apoyar la mano
en el pretil siento entre mis dedos el casquillo de la bala tirado entre pasto
y lodo, lo aprieto, lo levanto y con él en la mano con su acre olor a pólvora
todavía, restriego los mocos que me escurren de la nariz, enjugo las abundantes lágrimas y ya
mezclado todo con la lluvia de Abril que arrecia, me dan el sabor más terrible
del cual tenga memoria.
F
I N
Donaciano
Barradas Ortega.
San
Juan Evangelista, Veracruz. México. A 16 de Octubre de 2015.
queria la respuesta rapida el texto ya lo tengo en el libro
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