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domingo, 4 de marzo de 2018

Zulema












                         
Zulema
Una esplendorosa bóveda azul celeste cubre la costa y el pueblo de Emilio Carranza, Veracruz, poblado de unos tres mil habitantes situado casi a tiro de piedra de la playa de Lechuguillas en el Golfo de México. Tierra adentro lucen verdes y esplendorosos los cerros cubiertos de espesas arboledas, detrás de ese lomerío se ven las azuladas crestas de la serranía camino a Juchique de Ferrer. Por el Sur, a mis espaldas, del otro lado del río lucen enhiestos los cerros gemelos de Los Atlixcos. Nada empaña la tranquilidad de este domingo de abril de mil novecientos cuarenta y siete, salgo de mi casa hacia el fondo del patio, atravieso la zanja que cruza por el medio terreno que en tiempo de lluvias lleva tanta agua como si fuera un arroyo, pero ahora está seca y polvorienta.
Con un machete en mano voy hasta la alambrada del fondo del solar  para cortar malvas para hacer una escoba, me sigue de cerca  la Zulema, una perra de mediana edad, fuerte, colorada con mechones amarillos entrepelados, muy paridora eso sí, tiene una prole de siete perritos a los que amamanta en un rincón de la covacha que está detrás de la cocina.

Empiezo a cortar  hierbas para la escoba y barrer el empedrado del frente  de la casa, un largo adoquinado de unos  cuarenta metros hecho con piedras bolas traídas en angarillas a lomo de burro desde el cascajal del río .De pronto se escuchan dos atronadores estallidos, levanto la mirada y en dirección a las calles del centro, veo dos nubecillas blancas que se mueven bajo el fondo azul del cielo. Y enseguida: -¡Pum, pum, pum!-; otras tres explosiones y otras tantas  bolitas de humo que se recortan con nitidez sobre el inmaculado cielo. La Zulema, se estremece por el miedo a los estruendosos petardos que están lanzando al aire, temblando se mete entre mis piernas, le  tallo el lomo para calmarla, hago mi tercio de hierbas  y voy corriendo al frente de la casa, seguido por la perra. Me encuentro a otros chamacos  vecinos que igual  sorprendidos me preguntan del porqué de la cohetería, tuerzo la boca, levanto los hombros  y solo les digo-¡Sepa!-
En eso estamos a la puerta de mi casa, mientras amarro la hierba en el palo haciendo el escobajo cuando  vemos a Leonor Márquez  como a cincuenta o sesenta  metros calle abajo caminando por el frente de la casa de doña Zenorina. Noy, como le decimos con afecto es una señora joven, treintona, guapa  dicen los señores casados; coqueta, chismosa y muy puta, afirman las señoras mayores.  Corremos a encontrarla los seis o siete chamacos   para preguntarle sobre tanto cohete, cruzamos la calle  y nos topamos con ella mero donde están las enormes piedras boludas en  el fondo del campo de béisbol, todos los chiquillos nos trepamos a los empellones a las peñascos, ella sonríe ante nuestro  alboroto y, con aire displicente  y magistral nos dice: _¡Bola de chiquillos pendejos!_¿No saben que hoy se casan dos de los más riquillos del pueblo, se matrimonian Rosita Castillo y Beto Sánchez?


Y continúa diciendo Leonor: Al rato llega el cura Felipe Del Castillo para casarlos. Vean, volteen para atrás, vean, miren bien: Ruperto el sacristán abrió la iglesia temprano, la están limpiando como si fuera la fiesta de la mera patrona Santa Bárbara el 4 de Diciembre, pero no, todo el rebumbio es por el casorio de esa pareja de presumidos.
 Boquiabiertos vemos el templo abierto con señoras, hombres, algunos chamacos  todos en gran actividad  haciendo limpieza dentro y fuera del recinto.


_¡Ah!, y les digo también: la fiesta es para todo el pueblo, mataron  dos vacas, cinco marranos, trajeron harto comestible dizque muy fino desde Xalapa y Perote, así que  prepárense escuincles, la boda es a las doce. Y luego la fiesta, la comida es en las palapas y bodegas de la tienda de los Sánchez. Bueno, los dejo, yo también me voy alistar, de esto no hay todos los días dijo la mujer finalmente y siguió caminando calle arriba contoneándose provocativamente, mientras nosotros con mucha risilla, la seguíamos de cerca.

_¡Chano!_ ¿Dónde andas?  ¿A qué horas vas a barrer la calzada?
 Es mi madre la que me grita al no verme por el lado del patio. Voy corriendo hacia la casa, jalo la escoba a toda prisa  y jadeando le contesto:
_Acá estoy barriendo  por el cedro mamá. Ya mero termino, ya barrí todo el frente de la casa, le echo una mentirilla. Nomás me falta frente a la  valla de piedras; le digo esto a mi madre mientras los vecinitos Miguel el Grillo y el Güero de doña Juana, con sendas escobas que trajeron a toda prisa  de sus casas  me ayudan a mal barrer para librarme de una zarandeada.
Sudorosos y cuchicheando sobre la boda que ya será en unas horas más nos sentamos en la banca que, mis hermanos y yo,  hicimos de un costanero pegada al cercado de la vivienda, ahí nos  reunimos a platicar  por las noches los chiquillos del barrio cuando no azotan los vientos del Norte, pues teniendo el mar a escasos mil metros, esos aires nos llegan con fuerza huracanada. Zulema se echa al pie mío, pero la acoso para que se vaya a darle de mamar a sus crías.

Por cierto, dos  meses antes, por ahí de mediados de Febrero, una mañana, ya para irnos a la escuela mis hermanos y yo le gritamos a la Zulema para darle de comer. Una  tortilla gorda de maíz recién hecha era su  alimento tempranero. Estaba preñada  por ese tiempo de la perrada actual y tenía que comer. La llamamos a gritos, no apareció por ninguna parte. Guardé la gorda y sin más, salimos corriendo al colegio, no estaba lejos y para cortar camino nos íbamos  por dentro de los patios  pasando debajo de los cercados de alambre de púas, de nuestro al de doña Lucrecia, de ahí al de los Armas y salíamos a galope atravesando al campo de béisbol, de reojo veíamos a la izquierda la parroquia , sobre la misma acera la Casa Ejidal y la casa de la Ganadera en la esquina ; al frente a poco más de cien metros está la escuela primaria “Justo Sierra” nuestro plantel educativo, a donde llegábamos  resoplando pero a tiempo.








Todo el campo de béisbol y calles aledañas hacían las veces  de atrio de la iglesia, lugar de juegos de los alumnos a la hora del recreo, lugar de correrías de todos los vecinos del barrio, los domingos se daban grandes  y emocionantes partidos de béisbol entre la novena local y equipos visitantes. Bueno, hasta campo de aterrizaje de los marinos norteamericanos en la época  de la Segunda Guerra Mundial a principios de  mil novecientos cuarenta y cinco, cuando por largo tiempo los  gringos tuvieron un imponente buque de guerra fondeado frente a nuestra playa, desde la nave volaban al campo de beisbol los helicópteros al pueblo llenos de militares para hacer compras y emborracharse o bien llegaban en enormes lanchones anfibios a las tiendas o cantinas y eran la gran novedad para chicos y grandes. Tiempos  en que a diario volaban escuadrillas de cinco aviones azules de la Marina norteamericana decían que patrullaban el Golfo de México por la mañana y regresaban por la tarde dizque para que no se metieran al Golfo los submarinos alemanes. Como quiera que sea para nosotros todo aquello era un espectáculo que festejábamos siempre simulando vuelos y aterrizando panza abajo en el pasto  del campo. _ ¿Guerra mundial, aviones, submarinos, barco con cañones, lanchones anfibios que salían del mar y rodaban por todo el pueblo, helicópteros sobre nuestras cabezas?  Y toda esa barahúnda a nosotros la chiquillada ¿Qué nos importa? Hoy tenemos boda y fiesta grande en el pueblo y de ahí para allá_¡Qué ruede el mundo!

Esa misma tarde, después de clases la chiquillada nos dimos a la tarea de  buscar a la Zulema, nos ayudaban toda la barriada: los cuates Armas y sus hermanos, el Grillo, Jaime Ponce, el Güero, los Oviedo, mis hermanos Enrique, Aarón. Daniel y Noé. Unos se fueron rumbo al panteón, pues dos años antes allá había parido la perra en una tumba abandonada, otros  buscaron en la curtiduría de don Toño Hernández, lugar de otro parto. Otra ocasión parió al fondo de un barranco de la Poza del Fierro, un lugar casi inaccesible y peligroso por los socavones que dejaban las crecidas del río. Casi cerraba la noche cuando los cuates Armas llegaron con la noticia de que habían localizado a la perra allá por el peñascal.
--Esta encuevada en el raicero de la higuera que está entre las lajas del barranco, nos dice Rogel. Ya mañana la echamos fuera, acordamos todos. Muy temprano al otro día nos fuimos toda la prole al rescate de Zulema. Rodolfo Armas que era el más flaco y alto se encargó de zambullirse en el agujero donde estaban las crías y entre dos lo jalábamos de los pies y salía con un perrito en cada mano  hasta completar siete, para llevarlos en jubilosa procesión encabezada por Zulema hasta llegar a guarecerlos a la covacha de mi casa.


Pero aquello es historia, hoy es domingo, es día de fiesta, hay boda, comida abundante, sodas, refrescos, música, marimba y ahí vamos toda la pandilla a meternos a los patios de los Sánchez para ver los preparativos; gentes van, gentes vienen por los espacios y bodegas. Una febril actividad se desarrolla  por gente desconocida
 _Han de ser mozos que trajeron de los ranchos_ dice Jaime Ponce
_Aquel gordo lo he visto en Santa Ana en el rancho de los Castillo.
Preguntamos a otros chavales que llegaron  temprano y nos cuentan que varios carniceros han destazado  reses y marranos desde el amanecer bajo el mando de don “Pancho Bola” el nacatero más reconocido del pueblo y sus alrededores.   Enormes pailas, ollas y vaporeras sobre grandes hogueras de leña cuecen comidas, barbacoa, tamales, chicarrones, carnitas que han de saciar el apetito de cientos de invitados al festín, muchos más sin invitación pero estaremos en el convite.

En la cocina de la casa grande muchas señoras trabajan preparando alimentos, sobre una mesa en medio de la cocina se ven unos perniles forrados con una especie de tela parafinada, metidos en redecillas de cáñamo, escucho decir que son de jamón ahumado que trajeron de Perote, además colgando en palos rollizos se ven largas tripas rojas que son chorizos, longaniza o algo así oigo decir y…pues la verdad todo huele muy bien y nunca había visto tanta comida junta. Nos salimos por la parte de atrás  del huerto y nos vamos  a esperar que este festejo comience después de la misa. 


_¡Ahí viene la novia!_¡Hey, hey, ya viene la novia! Gritan varios señores y chamacos allá por la esquina de los Acosta, ahí desemboca al campo de béisbol la calle que viene de la casa de los Castillo. Se oye el repicar de campanas a vuelo, el fragor de la cohetería, el traqueteo de las pistolas automáticas de los que acompañan a caballo el séquito de la novia, el grito de _¡Vivan los novios! Se escucha a cada momento repetido  sin cansancio por parientes y amigos de los contrayentes. Es nutrido y largo el acompañamiento de cientos de personas luciendo sus mejores galas en esta boda de Rosita y Beto, que según dicen es la mejor en muchos años, avanza por medio campo en dirección a la ya muy cercana parroquia, donde muchos invitados esperan.

Nosotros, unos quince o veinte chiquillos estamos sentados sobre  las grandes piedras redondas semienterradas en el propio campo atrás de la segunda base, por el rumbo del center dicen los beisbolistas, las mismas donde Noy nos puso al tanto unas horas antes del gran acontecimiento .  Esos cantos rodados por el propio río, “aerolitos” dicen los ancianos, tal vez porque nadie se explica ni cómo ni cuándo llegaron hasta ahí, pero lo cierto  es que son nuestro lugar de reunión en las noches estrelladas y tendidos de espaldas  sobre esas rocas alcanzamos a contar y ponerle nombre a millones de luceros hasta que  alguna nube traviesa cubre el espacio celeste o el grito inoportuno de nuestros padres que nos llaman  para la cena o a la cama, rompe el encanto de nuestras fantasías celestiales. Pero hoy es distinto, son nuestros asientos de primera fila para ver el inusitado espectáculo del cual no sabíamos nada y aquí lo tenemos ya ante nuestros ojos.

Beto Sánchez, impaciente y nervioso, del brazo de doña Sofía su madre espera en la puerta de la iglesia a Rosita Castillo, que del brazo de su padre don Arnulfo está a unos diez  metros de la puerta principal del templo. Cesan los disparos al aire, la cohetería, acallan las campanas y la solemnidad se hace patente mientras parado en lo alto de mi piedra veo como del altar mayor el Padre Felipe  baja los cuatro escalones hasta el pasillo central y avanza para recibir a la pareja casamentera, para esta ceremonia al padre lo flanquean sus dos hijos Felipito y Rubén, muy discretamente vestidos de acólitos, uno con el incensario, el otro con el agua bendita, estos jovencitos son hijos de las hermanas Legaspi, las dos solteronas dueñas de la Finca Tepetates, que hace más de doce años asisten al cura en todas las tareas propias de su ministerio, y de otras indecibles según cuentan las muy respetables  damas católicas del pueblo.

En eso estamos, cuando de pronto se oye una gritería entre la gente de a caballo, disparan nuevamente al aire, se arma un gran alboroto. Muchos gritan:
_¡Agarren a esa pinche perra que algo lleva en el hocico!
_¡Echa espuma por la trompa! Grita otra mujer asustada.
_¡Tiene rabia!, grita Lolo el albañil que  anda borracho con  botella de caña en mano.
Berrean mujeres, chillan y corren despavoridos niños con finos pantaloncillos de terciopelo y niñas de vaporosos trajes, se empujan, caen unas señoras por la raya de primera base, el animal que corre y persiguen no se alcanza a ver entre tantas faldas y crinolinas, pero va con rumbo a la iglesia para escapar de los jinetes.

Nos bajamos de las piedras y corremos hasta la iglesia, llego en el momento justo que mi perra entra corriendo al templo con una gran pierna de jamón en el hocico, antes se enreda con la cola del vestido de  la novia quien da un traspiés y pierde una zapatilla, la parejita de niños que sostienen el fino tul de la cola del vestido ruedan por tierra ante el susto de sus padres el agente municipal don Alejandro y su digna esposa Tomasita. Dentro del templo, con agilidad felina el cura da un salto a un lado, pasa la perra y atropella a Ruperto  el sacristán, ruedan las campanillas, Zulema golpea a la pasada con el pernil de jamón  el hermoso biombo elaborado en fina ebanistería por don Eutimio Vázquez para enmarcar el vitral  del Cristo Rey traído desde Puebla para su bendición y estreno en esta pomposa ocasión, fina pieza de cristal cortado que se hace añicos al estrellarse en el piso.
Los feligreses que están dentro se asustan corriendo hacia todos lados, caen bancas, ruedan gentes mientras  Lolo sigue vociferando botella en mano y ya dentro del templo grita:
_¡La perra tiene rabia, echa mucha baba! _Hey Nacho Gómez ahí te va a pasar mero enfrente, tú traes la pistola en la mano ¡Mátala pendejo! Alcanza a decir Lolo antes de trambucarse sobre una banca donde no para de santiguarse doña Adelita Sánchez, abuela del novio.
Y la perra igual desconcertada sin soltar su presa vira a medio pasillo central y sale corriendo por la puerta del lado izquierdo y se pierde rápidamente en los patios vecinos ante la algarabía de todos los presentes y la cacería de los de a caballo que intentaban lazarla. Alguien  dijo a los jinetes haberla visto huyendo allá por casa de Chencho Díaz, rumbo al camino real de salida  hacia el rancho Las Cabrillas.



Once de la noche, después del ajetreado día de la boda no se oyen ni  los grillos entre las vigas y tejas de mi  casa. De pronto , afuera,  en el palo de pionche donde duermen las gallinas se escucha el aletear del gallo y con su inconfundible y estruendoso canto, que de inmediato secundan los gallos de todo el vecindario dan la señal de que tendremos lluvia al amanecer, tal vez ligera, no es común en Abril, pero lloverá seguramente, los gallos no se equivocan.
Despierta mi hermano Aarón que duerme a un lado de la cocina, en eso oímos que rascaban la puerta que da al patio y sin hacer ruido abrimos y _¡Sorpresa!  Es la Zulema; encendimos una vela, para esos tiempos no conocíamos la luz eléctrica por aquellos pueblos; y la vimos sucia, con desgarros en la piel, agotada, pero… ¡Pero jalando casi intacta todavía aquella gran pierna de jamón!
Le dimos agua, algo de comer sobrantes de la boda, la metí a la covacha con sus desesperados perritos que se pegaron a mamar y la amarré con un mecate luido que quité del pretal a un fuste del burro. Casi a oscuras, en silencio para no despertar familia, lavamos muy bien el trozo de carne, quitamos los restos de tierra en la redecilla, la cubierta de parafina y ahí estaba ante nosotros el banquete del día siguiente, fuimos al fogón, agarramos un gancho de los usados para colgar los robalos salados para secarlos al humo de la leña, esos sí que eran abundantes y fáciles  de pescar en la desembocadura del río, más conocido coloquialmente el manglar como “Boca de chancla”, colgamos el jamón entre un robalo y un pargo y nos acostamos a dormir tranquilos.

Seis de la mañana, está cayendo la llovizna pronosticada por los gallos. Mis padres, maleta en mano y en voz baja para no despertar a los hermanos menores nos avisan que viajarán al puerto de Veracruz, nos hacen las recomendaciones de rigor a Aarón y a mí, saliendo de inmediato para tomar el único viejo autobús que habrá de llevarlos a Villa Cardel y de ahí en tren hasta la ciudad de Veracruz. Un largo día les espera dando tumbos en aquel armatoste desvencijado de los hermanos Malpica  por polvorientos caminos de tierra y kilómetros de playas para  llegar, si tienen suerte como a las cuatro de la tarde a la estación del ferrocarril y abordar el convoy, si es que pasa a tiempo para estar en el puerto jarocho a las siete de la noche.

_Buenos días, buenos días niños_ Escuchamos la voz clara y fuerte, pero amable de Galdina, la señora que nos atiende siempre que mis padres viajan. Nos levantamos rápido  y nosotros los más grandes hacemos los quehaceres que cada quien tiene asignados. Enrique carga con Daniel y montados en el burro van por agua al manantial.  Aarón al molino de Toñita a moler el nixtamal para la masa de las tortillas, Noé va conmigo a comprar  dos litros de leche a casa de Manuel Morales, llevo apretados en la mano la jarra y mis treinta centavos, mientras Lupe  la hermana mayor jala de una mano a Cristina de cuatro años al ir a comprar el pan, requesón y mantequilla ahí junto con doña Adela Alarcón. Enseguida al desayuno, me guardo pan en la bolsa del pantaloncillo para comerlo a la hora del recreo, cada quien revisa su morral de los útiles escolares, suena un campanazo en la escuela, sabemos que solo faltan diez minutos para entrar y todo es correr de chiquillos por el pueblo.
En ese momento llega asustado mi compañero de banca Carlos Aburto que vivía cuadras arriba  y me dice:
_Ahí por casa de Gabriel Lagunés lleva el agente municipal casi arrastrando a Zulema y va muy enojado echando maldiciones. Les grito a mis hermanos pero ellos salieron por atrás del solar rumbo a la escuela, me asomo a la covacha, veo los perritos dormidos todos juntos hechos una madeja de pelos, el viejo mecate con el que amarré anoche a la perra está hecho hilos, Zulema se llevó gran parte del cordel atado al cuello.

Sin más salgo a la calle por la puerta del cedro y logro ver al hombre forcejeando con el animal, salgo lanzado calle arriba hasta alcanzar a don Alejandro e intento arrebatarle de las manos a la perra  que al verme no opone resistencia a que la jale un extraño, discutiendo y caminando llegamos al lindero del mangal de don Pedro Cruz, nos metemos a la zanja, la misma que pasa por el patio de mi casa, de prisa y con destreza el individuo ata de un poste al animal, saca un arma que trae al cinto, me abalanzo sobre mi Zulema para  evitar que le dispare pero el hombre me esquiva, me da un empellón, estoy cayendo de espaldas cuando me deslumbra el fogonazo, ensordezco con el chasquido  en el instante mismo que ante mis propios ojos le descerraja un tiro en la cabeza a la perra que cae despatarrada, don Alejandro grita a la perra:
_¡Esto te mereces por haber revolcado ayer a mis nietos en la puerta de la iglesia, aquí se acaba tu rabia y el hambre perra hija de la chingada! Sin decir más sale a brincos de la zanja, al subir abre el cilindro del arma, bota el casquillo percutido y se aleja a grandes zancadas.

Yo si tengo rabia, indignación, desesperanza cuando con mis débiles manos ayudándome con una estaca trato de rascar una hendidura junto al animal muerto, no sin antes haberle quitado el amarre del pescuezo que anoche le coloqué y ponerle junto al hocico un pedazo del pan que llevo en la bolsa del pantalón que guardé para mí, ya humedecido por la lluvia. Quizá en mi subconsciente suponga que mi perra al deambular por el infinito no vuelva a sufrir hambres ni ataduras. Le echo encima a la Zulema la poca tierra que puedo, unas ramas desquebrajadas y sin mirar atrás subo el pequeño barranco de regreso a casa, al apoyar la mano en el pretil siento entre mis dedos el casquillo de la bala tirado entre pasto y lodo, lo aprieto, lo levanto y con él en la mano con su acre olor a pólvora todavía, restriego los mocos que me escurren de la  nariz, enjugo las abundantes lágrimas y ya mezclado todo con la lluvia de Abril que arrecia, me dan el sabor más terrible del cual tenga memoria.

F I N
Donaciano Barradas Ortega.
San Juan Evangelista, Veracruz. México. A 16 de Octubre de 2015.

martes, 4 de abril de 2017






Hilando vidas…y  recuerdos.

Han sido dos días de intenso trabajo en los ranchos Las Luchas y San Bernardo propiedad de mis cuñados Bado y Manolo, y en mi rancho  Santa Bárbara, situados a unos tres kilómetros  del poblado Santa Rosa, en el Municipio de Playa Vicente, Veracruz.
Corre ya el año de mil novecientos sesenta y cinco, es Viernes ocho de un frío y húmedo  Enero. He cabalgado tres horas desde Playa Vicente, me acompaña Pascual, hombre de veintidós años, trabajador de mi finca hace ya un par de años, está cayendo la noche al pasar por Santa Rosa, un asentamiento de indígenas chinantecos venidos de San Juan Petlapa , pueblo enclavado en lo alto de la Sierra de Oaxaca, colindante  con Veracruz. Vamos por la callecita principal, saludo a mi gran amigo Don Nacho Hernández, un viejo sesentón que desde su pequeña tienda me grita:
__ ¡Ingeniero Barradas!-¿Qué anda haciendo tan tarde por acá y con tanto frío?, Detuve el paso de mi caballo, me arrebujé con mi manga de hule para cubrirme de la fuerte llovizna y le dije:
-- Pues por aquí Don Nacho, vamos a vacunar ganado en mi rancho y en los de mis cuñados, aprovechando el sábado y domingo.-
--No se vayan Ingeniero, me dice Don Nacho, pásele con Pascual a tomar un cafecito caliente. En ese momento por la puerta trasera de la tiendita  apareció Doña Carmen Santana, esposa de  don Nacho y me dijo.
--Bájese Inge, tengo comida y café caliente, pasen a cenar, ya saben ustedes ¡Ésta es su casa!—Agradecí la invitación  a ambos, pero, por la prisa no la acepté en esta ocasión. Nunca olvido que en toda esa boca de la Sierra, jamás hubo mejores anfitriones que el matrimonio de  don Nacho y doña Carmen y toda la familia Hernández Santana.  

Esa noche del viernes dormimos en San Bernardo, rancho propiedad de mi cuñado Bernardo Benítez Sánchez , colindante con el poblado, solo un arroyo de por medio .Así que temprano  fuimos arreando el ganado al pequeño corral al pie de la casa , pero suficiente para el manejo de unos cincuenta animales que íbamos a vacunar , mi compadre Manolo, también mi cuñado, preparaba el material necesario para la vacunación, el termo con las vacunas, jeringas, alcohol , un mozo alistaba  reatas, amarras  para asegurar los animales al bramadero.
Encerrados los animales, de inmediato mis vaqueros venidos del Santa Bárbara, comenzaron a lazar  y arrimar los animales a la horqueta del bramadero, todo a cabeza de silla pues no había callejón para el manejo del ganado. Mi compadre Manolo llenaba jeringas, Bado inyectaba a vacas bravas, otras mansas, pero todo rápido, él era muy hábil para esos menesteres.

Terminando esta primera tarea pasamos a desayunar un rico almuerzo preparado por Lucha Pérez, esposa de Bernardo mi cuñado, a quienes todos llamábamos Bado, un apocope familiar de su nombre y, bueno , lo cierto es que nadie podía resistirse a comer las delicias que cocinaba Lucha, desde el café, los huevos con longaniza, un armadillo enchipotlado y a las brasas ,frijoles refritos, totopos  y una salsa de chilpayas picosas que nomás de acordarme se me hace agua la boca, sin faltar desde luego el queso fresco hecho en casa y unas tortillas calientitas  torteadas a mano, que recién salidas del comal, las estábamos  esperando , de hecho casi se las arrebatamos a  Lupita, la muchacha chinanteca que las hacía ,cuando las traía del fogón a la mesa volaban en un abrir y cerrar de ojos.

Y así, entre bromas, risas, buen comer y mejor agradecer a la señora de la casa sus atenciones nos levantamos de la mesa y nos  dirigimos a montar nuevamente no sin antes despedirnos de la chiquillada hijo  e hijas de Bado y Lucha; Bernardo, Luchita, Amalia, Patricia y Lety. Bien  se daba uno cuenta que por aquellos ranchos en esa época no había televisión.
--Oye Barradas – me dice Bado ya montado en una potranca retinta : ¿Cómo ves si nos vamos directo a Las Luchas que está más lejos a vacunar hoy mismo y ya mañana domingo terminamos en Santa Bárbara?
- No hay problema, le contesté. Me gusta la idea, terminamos lo de ustedes, regresamos a dormir a mi rancho y le pegamos temprano con mi ganado—

Ya todos dispuestos, salimos rumbo a los potreros más alejados, pasamos cerca de mis terrenos y le grité a Pascual, mi hombre de confianza, que tenía por costumbre caminar siempre a la zaga, según para cuidarme las espaldas.
--¡Pascualito, vete al rancho y con Marcelo el mayoral y revisen que todo esté listo para vacunar mañana. Acá voy a dormir. En la tarde echen los perros allá por los montes de los manantiales y sí hay suerte, a lo mejor cenamos venado, dije a todos riéndome de buena gana.
—Sí, sí señor,  me voy por acá arriba, por el camino de la ceiba. Hasta luego muchachos, hasta luego patrón. Arrendó su caballo a la derecha y tomó camino al rancho.

Al entrar a los potreros de Las Luchas, Bado y yo nos adelantamos hacia los corrales, mi compadre Manolo montando un alazán tostado,  buen caballo para el arreo de ganado se fue a la izquierda tierra arriba con dos vaqueros para ir sacando los animales de las matillas y encaminarlos al corral. La  demás gente se fue distribuyendo por los potreros de abajo  para ir llevando el ganado. Eran como las doce del día, lloviznaba y un airecillo frío favorecía para, que tanto el ganado como la gente se desempeñaran bien por lo inusual de la hora para este trabajo.
Durante el resto de la tarde lidiamos y vacunamos unas ciento cincuenta cabezas de ganado  sin contratiempos de consideración. Como se acostumbra en estas tareas campiranas hay buen humor, chascarrillos y por qué no, tampoco faltan unos buenos tragos de tequila, mezcal y desde luego unos buenos y reanimantes ¨toritos¨ de limón o de naranja. El torito es una popular bebida en los ranchos y pueblos veracruzanos. Se prepara con jugo de limón, en su caso, se le disuelve bastante azúcar y se le pone una buena dosis de alcohol  de 96°, esta infusión con limón es la más conocida, pero hay una extensa variedad de frutas con las que se preparan los toritos.    

Seis de la mañana, Rancho Santa Bárbara .Fría y lluviosa mañana del  domingo 10 de enero, no muy propicia para el manejo de ganado, pero es importante vacunar pues de otra manera se va degradando la efectividad de los medicamentos en el termo. Doy orden de arrear e ir metiendo ganado a corrales, despacio y sin apresurar mucho a los animales pues es novillada de engorda.
 Mientras tanto nos preparan un adobo de carne de venado, tortillas  y bebidas calientes para almorzar, vamos pasando de a dos o tres a comer, otros ensillan, llegan mis cuñados con su gente y en fin se arma el ajetreo propio de un rancho, chillidos de cerdos, cacarear de gallinas, ladran los perros, braman becerros, mugen  vacas, los chamacos de los trabajadores lloran a gritos, tienen hambre, sus madres les dan de comer y los calman. En fin, en medio de esta baraúnda fenomenal vamos saliendo a los potreros y al corral para hacer nuestro trabajo.

Son las cinco de la tarde, le pido a Marcelo el mayoral que me ensille otro caballo para regresar al pueblo distante cuatro horas.
--Ensilla el caballo rucio, ordeno a Marcelo; es más ligero, camina muy bien de noche y ya sabes que la buena vista no es lo mío.
--No hay cuidado patrón, contesta Marcelo, mientras alista al rucio. El caballo es brioso, de buen paso, no tenga pendiente por el camino pedregoso, está bien herrado—Terminó diciendo el mayoral.
Me despedí de mis trabajadores, di las gracias a esposas de ellos y de inmediato agarré camino rumbo a Santa Rosa en compañía de mis cuñados, dos de sus vaqueros y Pascual, mi vaquero, como de costumbre atrás de todos. Las seis de la tarde vi de reojo en mi reloj, cuando nos paramos  en la entrada del rancho San Bernardo, para  despedirme de mis cuñados los Benítez.
--Quédate a dormir aquí compadre, me dijo mi cuñado Manolo, Y agregó: Está fea la noche, muy fría y la lluvia arrecia, ¿Qué chingaos vas a hacer a Playa a estas horas?
--No puedo quedarme compadre, temprano me voy a Veracruz, tengo un asunto de trabajo allá, así que gracias a todos y ahí nos vemos- ¡Vámonos Pascual ¡ Le grité a mi ayudante , apreté las piernas al rucio y salimos a trote largo.

Cerrando noche cruzamos de prisa por el poblado, saludé de pasada a don Nacho en la tienda, a Miguel Martínez otro amigo, una casa más adelante saludé  a Arnulfo, hombre muy cazador y que en broma me dijo:
_¡Veo que ahí lleva mi carabina Inge!  Cuídese y que le vaya bien.
_¡Gracias, gracias Arnulfo, aquí va tu 30-30! Le contesté riéndome_¡Ya sabes que esta carabina no la suelto ni para dormir.  El arma en cuestión en un apuro económico, el mismo me la vendió,  a mí me gustaba por ligera y la traía siempre bajo el arción de la silla de montar.

Saliendo de Santa Rosa se cruza un  pequeño arroyo y del otro lado el camino real se bifurca, a la izquierda es más amplio pero más largo, hay que pasar por otro poblado llamado Zanja de Caña y se hace una media hora más para llegar a Playa Vicente. El camino a la derecha es muy cerrado, cerrado y pedregoso en  tramos; pasa por cuatro poblados: La Nueva Era, Arroyo Zacate, Zapotal y Chilapa, sin pensarlo siquiera tomé el camino de la derecha  y solo le pregunté a Pascual: _ ¿Todo bien Pascualito? A lo que él contestó: Todo bien patrón, dejando de tararear por un instante una popular cancioncilla.
Era noche de luna llena pero no se veía por la niebla baja y la llovizna que a veces amainaba un poco, la claridad lunar dejaba entrever las ramas de los arbustos que casi nos daban en la cara. El camino  bordeado por altos  acahuales y grandes árboles de mulatos, robles, encinos, jonote, capulines y el bejuquero que entretejía por arriba a toda esta vegetación formaba una madeja tan cerrada que a ratos oscurecía totalmente el camino. En un momento de esos dije en broma a Pascual:
_Con esta cerrazón del monte y oscuridad cualquier cabrón que lo quiera chingar  a uno, te mata hasta con un palo con punta. Mientras hablaba, me quitaba de encima la manga de hule, pues era tanta el  agua que me chorreaba, que ya estaba empapado por completo. La manga me la eché enfrente por la cabeza de la silla. Me ajusté el cinturón con la pistola 380 y los dos cargadores ya sin preocuparme de que se mojaran.
_Pos si está muy cabrona la noche patrón, me contestó Pascual y siguió diciendo: pero  pasando el  arroyo grande de ahí pá delante es puro potrero y camino ancho.
Sonaba  fuerte el herraje de los caballos, cuando entramos al tramo pedregoso, unos quince  metros adelante hay un peñascal de cuatro o cinco metros de altura, cubierto de ramas y bejucos que semejan como una pared al borde del camino, estamos yendo a buen paso no había ruidos extraños, solo el resoplar y el chasqueo de los cascos de los caballos  entre las piedras y lodo, Pascual cantaba en voz baja el Corrido de Simón Blanco, aquella parte que dice:
--Su madre se lo decía
Simón no vayas al baile
Y Simón le contestaba
Mama no soy un cobarde
Lo que ha de ser no será tarde
En ese instante, casi frente a las piedras más altas mi caballo se estremece, levanta las orejas, oigo detrás las cadenas del freno del caballo de Pascual que me grita:
_¿De qué se  espanta el caballo! _Sin tiempo de contestar aprieto piernas, me echo de bruces sobre el pescuezo del rucio que da un salto descomunal que casi me saca de la silla, veo un fogonazo por la derecha arriba entre bejucos y piedras, estallidos, silbar de balas a mi espalda, más estallidos de otra escopeta y el silbar de balas a mi espalda y sobre la cabeza, el penetrante olor a pólvora, suenan más disparos al parecer de otra arma automática por la rapidez de los disparos, mi caballo huye despavorido por el pedregoso camino y yo abrazado a su pescuezo y la rienda suelta, en esos interminables segundos recuerdo que unos pocos metros más  adelante  a la izquierda hay otro alto pedregal donde podía haber más gente escondida, me aferro fuerte a mi bestia rogando por que no  se vaya a tropezar y me mate entre las rocas calizas, paso el peñascal, entro a un cafetal ya sin piedras, a escasos doscientos metros llego al arroyo, lo cruzo a galope, subo un empinado camino hasta llegar a las primeras casas de Arroyo Zacate. Corriendo llego hasta la casa y tienda de Genaro, que es el Agente Municipal, le golpeo la puerta, le grito por su nombre y sale a abrir al reconocer mi voz con escopeta y lámpara en mano . Me pregunta atropelladamente: _ ¡Qué pasó Inge, está herido, trae su gente o viene solo? Oímos muchos balazos del otro lado del arroyo y por miedo cerramos.
_¡No, no estoy herido!  Le respondo de inmediato, pero venía Pascual detrás de mí y creo que le dieron, no llega.
_Su caballo sangra del anca, me dice Genaro, lo alumbra y veo que le chorrea sangre desde el anca por toda la pierna. Lo desensillo rápido, un muchacho que llega corriendo en ese momento lo mete a un cobertizo y ahí se echa sobre un poco de zacate.
Llegan otras personas, todos armados para ver qué pasaba,  don Tacho, viejo amigo ordena tocar la campana de la iglesia como señal de alarma, muy pronto se juntan unos treinta o cuarenta hombres armados, nos organizamos para regresar al peñascal donde nos dispararon a unos mil doscientos metros atrás, con hachones encendidos y lámparas de mano nos fuimos caminando, algunos de los acompañantes hacían de vez en cuando  disparos al aire, así llegamos hasta el lugar de la emboscada, encontramos muerto a Pascual con cuatro certeras descargas de escopeta y un corte en el cuello con su propio machete de silla, se llevaron su arma y la cartuchera,  su caballo muerto también de tres escopetazos tirado a un lado del camino. Hablamos poco, a la luz de lámparas de mano y antorchas observamos en silencio la sangrienta escena, mientras algunos hombres cortaban madera para hacer una camilla, otros quitaron la silla al caballo para arrastrarlo hacia el monte. Lista la camilla pusimos a Pascual en las andas y emprendimos  el camino de regreso al poblado de Arroyo Zacate aquella espantosa noche del diez de Enero de mil novecientos sesenta y cinco, eran casi las ocho de la noche, seguía lloviendo y la lluvia calaba hasta los huesos, yo temblaba no sé si de nervios, de coraje, de frío o de miedo, a lo mejor de todo; pero esos hombres duros, campesinos todos, se iban turnando para cargar al muerto, otros se turnaban para darme palmadas en la espalda, palabras de ánimo ya en español, ya en su idioma zapoteco, pero igual se siente el apoyo o la compasión y calor humanos en estas circunstancias sin importar el idioma, un apretón de manos es un lenguaje universal. Otros más que nos fueron a encontrar me ofrecían su botella de mezcal para echar unos  tragos, tragos que esa aterradora noche paliaron mis miedos.
                                                              Epílogo.
Han pasado cincuenta años de esta terrible experiencia que por primera vez escribo con toda la veracidad de que soy capaz para hablar de un asunto estrictamente personal y lo hago como una manera de agradecerle a la vida el seguir aquí, agradecerle a ustedes que son mis amigos de toda la vida, a los que me conocen de unas cuatro décadas hacia acá y no saben de esta parte de mi accidentada existencia e igual a todos con quienes tengo comunicación y amistad por medios cibernéticos..  Agradecerles digo, su benevolencia al aceptarme y que, si bien en otras épocas tuve la etiqueta de hombre duro en la actualidad los golpes de  los años me han ablandado y me han hecho entender que cada ser humano puede ser entrañable como persona, como amigo siempre y cuando uno  se proponga  iniciar el cambio desde dentro de sí mismo. Yo prometo cambiar y ustedes todos seguramente me van a ayudar. De verdad, se los voy a agradecer.
Donaciano Barradas Ortega.

San Juan Evangelista, Ver. México. A 10 de Enero de 2015.

jueves, 9 de marzo de 2017

MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA











Miguel Hidalgo y Costilla

El héroe     El hombre

Doña Josefa Ortiz de Domínguez hizo un recado en un papel cualquiera, con palabras recortadas de periódicos y prendidas con hilo de su costurero, esto se leía:
“Padre Hidalgo, la conspiración ha sido descubierta, no podemos esperar al  1 de  Octubre, ni un día más para iniciar la lucha por nuestra libertad. Qué Dios nos ayude y nos bendiga”
                             Querétaro a 13 de septiembre de 1810.
Luego con el tacón de su zapato golpeó fuerte piso y puerta de la habitación donde estaba encerrada  por orden de su esposo Miguel Domínguez quien era  el Corregidor de la ciudad, es decir, la máxima autoridad política en la estratégica Plaza de Santiago de Querétaro. La encerró para que no diera aviso a sus cómplices y estos a su vez no avisaran al Cura Hidalgo.
Un mozo de la casona oyó el golpeo, llegó hasta la puerta, y por debajo la señora le dio el recado, además  una llave infalible en cualquier época: una taleguilla con monedas de oro y las instrucciones  para entregarlo al alcalde Ignacio Pérez, también conspirador para que hiciera llegar el aviso al cura Hidalgo en la parroquia del pueblo de Dolores, Guanajuato.
El Corregidor estaba al tanto de las actividades subversivas de su mujer, por eso se vio obligado a encerrarla para evitar que avisara a sus correligionarios., había sido obligado por las autoridades de la Corona Española a hacer cateos en las casas de los miembros de un grupo literario que encabezaba su propia esposa y que no eran sino la careta de los conspiradores para reunirse .Se buscaban armas y a personas para encarcelarlos  por ser contrarios y traidores al Rey de España Fernando VII, entre ellos al capitán Ignacio Allende por dos felonías de mucho peso: traicionar al rey apoyando a los conspiradores y traicionarlo a él siendo amante de su señora esposa doña Josefa. El capitán Allende por cierto, ya se había escapado rumbo a Dolores con otros militares de alto rango.

Es la madrugada del dieciséis de septiembre de mil ochocientos diez, en el curato de la iglesia del Pueblo de Dolores, Guanajuato se hallan reunidos el párroco  Miguel Hidalgo y Costilla, y los militares Ignacio Allende, Juan Aldama y José Mariano Jiménez, hace frío , están de pie alrededor de una mesa ,revisan papeles, algunos croquis, una religiosa de la casa cural se acerca y les sirve sendas tazas de humeante y oloroso chocolate, un joven indígena con presteza les arrima sillas , se sientan  , siguen revisando papeles.
--No hay tiempo que perder padre Hidalgo—hoy mismo debemos comenzar la lucha, antes de que los españoles nos ganen la delantera — dijo Allende.
--Tienes razón capitán Allende, actuaremos de inmediato -- contestó Hidalgo. Mirando a Aldama y a Mariano Jiménez les preguntó:¿Qué opinan ustedes señores?
--Estamos de acuerdo señor cura— respondió Jiménez.
-¡A las armas! -contestó Aldama alzando el puño amenazante.
Se levantaron todos, se estrecharon las manos, se dieron un fuerte abrazo. Las religiosas, mozos y personal de servicio, entre ellos José Galván, campanero de la parroquia, se situaron frente al padre Hidalgo para recibir su bendición y darles palabras de aliento al cura y a los militares.
Al pasar del curato hacia el templo vieron de reojo el antiguo reloj de caja sobre la pared, un rato antes había sonado dando la campanada de la  una y media de la madrugada y su sistema de cadenas y contrapesos, con característico sonido metálico seguía avanzando, estando próximo ya a las dos de la mañana de aquel  dieciséis de septiembre.
El cura dijo en ese momento al campanero:
--Sube al campanario José y suena fuerte la campana mayor para llamar al pueblo, la hora de la libertad ha llegado.
---Subo corriendo señor cura ---respondió el hombre y qué Dios nos cuide a todos. Luego  se oyeron sus pasos a toda prisa rumbo a la torre de la iglesia.

Fueron todos caminando por el interior del templo que se hallaba en penumbras, se escuchaba ya un griterío en la parte frontal, se alcanzaban a oír consignas e insultos contra los españoles que vivían en el pueblo, gente rica que ahora se escondía ante la revuelta.

En el atrio y la plazoleta frente a la parroquia, un gentío esperaba los repiques para la misa patronal, se abrió la hoja izquierda de la puerta  principal del templo, salió el padre, mientras la campana mayor del templo,  llamado esquilón de San José, era sacudida con fuerza por José Galván y  tocaba a rebato, El cura levantó las manos extendidas, con las palmas hacia el frente, moviéndolas con energía pidió silencio; acallada la multitud, con voz fuerte y clara dijo:
“Mis amigos y compatriotas: no existe ya para nosotros ni el rey ni los tributos. Esta gabela vergonzosa, que sólo conviene a los esclavos, la hemos sobrellevado hace tres siglos como signo de la tiranía y servidumbre; terrible mancha que sabremos lavar con nuestros esfuerzos. Llegó el momento de nuestra emancipación; ha sonado la hora de nuestra libertad; y si conocéis su gran valor, me ayudareis a defenderla de la garra ambiciosa de los tiranos. Pocas horas me faltan para que me veáis marchar a la cabeza de los hombres que se precian de ser libres, os invito a cumplir con este deber. De suerte que sin patria ni libertad estaremos siempre a mucha distancia de la verdadera felicidad. Preciso ha sido dar el paso que ya sabéis, y comenzar por algo ha sido necesario. La causa es santa y Dios la protegerá. Los negocios se atropellan y no tendré, por lo mismo, la satisfacción de hablar más tiempo ante vosotros. ¡Viva, pues, la Virgen de Guadalupe! ¡Viva la América, por la cual vamos a combatir!”


Cincuenta y siete años antes, el ocho de mayo  de mil setecientos cincuenta y tres, en la Hacienda de Corralejo del Municipio de Pénjamo, del Estado de Guanajuato había nacido el prócer Miguel Hidalgo y Costilla, hijo de don Cristóbal Hidalgo y Costilla y de doña Ana María Gallaga, españoles, cónyuges, vecinos de Corralejo. El niño fue bautizado en la capilla de Cuitzeo de los Naranjos (hoy Abasolo) a los diez y seis días del mismo mes  mayo , por el Bachiller don Agustín de Salazar, teniente de cura quien puso los óleos y por nombre Miguel, Gregorio, Antonio, Ignacio, a un infante de ocho días de nacido
Tuvo diez hermanos , de ellos cuatro de padre y madre, entre ellos José Joaquín, también clérigo que incluso estuvo en Dolores antes que Miguel, Mariano , otro de sus hermanos murió siendo niño. Muere su madre Ana María en  mil setecientos sesenta y dos cuando Miguel tenía nueve años.
         Unos meses después de quedar viudo, Cristóbal tuvo con Rita Toribia Peredo un hijo al que llamaron Mariano, como el vástago extinto y quien sería el tesorero del ejército insurgente, otro mártir de la libertad, partidario fiel de su célebre medio hermano.
En mil setecientos setenta y cinco don Cristóbal contrae matrimonio con Gerónima Ramos   con quien procrea cuatro hijas y un varón quienes con el tiempo llevaron a recibir el cariño y aun la protección económica del cura.

La niñez de Miguel Hidalgo se desenvuelve hasta los doce años en el medio rural, en la misma hacienda de Corralejo, sus compañeros de juegos sus propios hermanos, por compatibilidad de edad, era con José Joaquín con quien más competían desde cazar mariposas, conejos, pájaros tirándoles piedrecillas con resortera o cerbatanas, nadar y zambullirse en las aguas del río Turbio, montar a los borregos y becerritos.
Fueron creciendo, aprendieron a montar caballos, toretes, ordeñar vacas y cabras, como hijos del administrador  disponían de más libertad para ocupar los animales en sus juegos.
Montados a caballo, era frecuente verlos  jineteando o jugando  carreras
--Joaquín –le gritaba Miguel a su hermano—A qué no me alcanzas con tu potranca de aquí a la puerta del corral.
--No seas tramposo Miguel —contestaba Joaquín, azuzando a gritos su bestia— Agarraste mucha ventaja pero ya te voy alcanzando.
O de igual manera, ordeñaban las vacas cerca uno del otro y Joaquín apretaba la chiche de la vaca con fuerza hacia donde estaba Miguel y lo bañaba con el chorro de leche.
Miguel,  riéndose porque no se podía desquitar pues Joaquín ya estaba lejos, hacía rápido una bola de majada y lo correteaba por el corral para tirársela por la cabeza si podía,
Así fueron creciendo, aprendieron de su padre a leer y escribir, aritmética. De su madre el catecismo, enseñanzas que por supuesto los hijos de los peones no recibían.
Rodeado de una numerosa familia fue creciendo. Un golpe terrible para todos fue la muerte de Ana María su madre cuando él tenía nueve años. A los doce salió, junto con su hermano José Joaquín hacia Valladolid para asistir formalmente al colegio. La vida de ambos cambió radicalmente al salir del tronco familiar.


Miguel Hidalgo fue un estudiante excepcional  A los  doce años se trasladó a la ciudad mexicana de Valladolid (actual Morelia), donde realizó sus estudios en el Colegio de San Nicolás; marchó luego a la Ciudad de México para cursar estudios superiores. En  mil setecientos setenta y tres  se graduó como bachiller en filosofía y teología, y obtuvo por oposición una cátedra en el mismo Colegio de San Nicolás.
Durante los años siguientes realizó una brillante carrera académica que culminaría en mil setecientos noventa, cuando fue nombrado rector del Colegio de San Nicolás. En aquella misma institución tendría como alumno al joven: José María Morelos y Pavón, un discípulo ejemplar que lo sucedería en muchos aspectos, especialmente en  la epopeya de liberar a los indígenas de la secular y despótica opresión de los colonizadores españoles.
En mil setecientos setenta y ocho había sido ordenado sacerdote; tras recibir las órdenes sagradas, el cura Hidalgo ejerció en varias parroquias: Colima, San Felipe Torres Mochas y Dolores. Ya entonces hablaba seis lenguas: español, francés, italiano, tarasco, otomí y náhuatl. Las lenguas indígenas mucho le valieron para comunicarse  de manera directa con los indígenas de la región. Su biblioteca crecía con las obras de autores franceses que  leía con avidez, aunque en ese entonces  eran considerados contrarios a la religión y a la corona española. Llegando  a ser denunciado a la Inquisición.



Miguel Hidalgo y Costilla fue ante todo un hombre de carne y hueso, un hombre muy divertido, amante del teatro, culto, sensible a los problemas sociales, brillante, pero también un ser humano con conflictos, internos, depresiones.   Sabemos de los gustos del cura Hidalgo por la jugada, la buena mesa y el vino.


Miguel Hidalgo no era un sacerdote ortodoxo, tuvo más de una amante y por lo menos cinco hijos, pero pocos saben que también permitió que se cometieran y él mismo cometió  crímenes atroces; que disfrutaba matar con saña a sus enemigos; que se enemistó con sus aliados y no la imagen del viejito  bonachón que nos ha vendido la historia oficial.
La primera relación se dio en Valladolid con  Manuela Ramos Pichardo entre mil setecientos ochenta a mil setecientos noventa cuando el cura Hidalgo daba clases en el Colegio de San Nicolás y que, en buena medida fue uno de los tantos factores que influyeron para su destitución en ese encargo. De esa unión nacieron los primeros hijos de don Miguel Hidalgo: Lino Mariano, quien participó en la guerra de independencia con el grado de coronel y Agustina Hidalgo y Ramos Pichardo.

Durante su estancia en  San Felipe Torres Mochas de mil setecientos noventa y dos a mil ochocientos tres el cura Hidalgo conoció y mantuvo relaciones con Josefa Quintana Castañón la que fuera, por así decirlo, su segunda esposa. Con ella tiene dos hijas: Micaela y María. Pero hubo una relación más, esta se dio en Guanajuato, con Bibiana Lucero, de ella nace otro hijo varón al que nombró Joaquín, su nacimiento fue en  mil setecientos ochenta y ocho. Resumiendo, cinco fueron los hijos de don Miguel Hidalgo y Costilla: Lino, Agustina, Joaquín, Micaela y María.

Lo cierto es que Hidalgo era un hombre acaudalado que, como muchos, se vio afectado por las ambiciones de la corona española que, con impuestos absurdos los despojaba de sus riquezas. Quizá esta fue una de las principales razones por las que  el sacerdote se unió a la causa insurgente, para emancipar a México de España.

Hidalgo nunca buscó la conspiración, nunca buscó la lucha insurgente, sino que fue la conspiración quien lo buscó y fueron por él, porque era un personaje querido por todos los estratos sociales. Pensaron que podría traer a la causa a los hombres ricos, poderosos de la Nueva España que podían dar dinero y ejércitos que habían formado en sus haciendas.
Como se sabe Hidalgo mantenía estrechos nexos de amistad y negocios tanto con ricos comerciantes y hacendados criollos como con ricos terratenientes españoles, lo mismo con altos círculos de europeos en el poder como el mismo Juan Antonio Riaño, Intendente de Guanajuato, gran amistad con don Miguel Domínguez, Corregidor de Querétaro y con personajes del alto clero. Puede decirse que Miguel Hidalgo no fue a la conspiración , sino que los poseedores de grandes fortunas, temerosos a los insaciables impuestos y prebendas exigidos por la corona , so pena de que sí no pagaban , se los arrebatarían sin miramientos , le llevaron a Hidalgo en charola de plata la conspiración hasta su parroquia en Dolores aquel dieciséis de septiembre de mil ochocientos diez , pues siendo el cura un hombre querido y respetado por la gente humilde sería capaz de encender la chispa libertaria, tal como ocurrió.

A la muerte de su hermano Joaquín en mil ochocientos tres, Miguel Hidalgo lo sustituyó como cura de la población de Dolores, en el estado de Guanajuato.  Procedía de San Felipe Torres Mochas, municipio vecino donde el cura permaneció por espacio de once años, habiendo llegado ahí el veintitrés de enero de mil setecientos noventa y dos.
Fue ahí en Dolores, donde, además de ejercer generosamente su tarea eclesiástica, emprendió tareas de gran reformador y de prócer ilustrado, llevando a la práctica sus ideas libertarias entre  los feligreses, en su mayoría indígenas.
En un intento de mejorar sus condiciones de vida, el cura se ocupó de ampliar el cultivo de viñas, plantar moreras para la cría de gusanos de seda y de fomentar la apicultura. Promovió la construcción de hornos y talleres de alfarerías, muy numerosas en la actualidad y famosas  por la belleza y calidad de los diseños creados por los artesanos, en su mayoría mujeres .actividades que igual había impulsado en su anterior parroquia de San Felipe.
Y es aquí, en Dolores, donde el cura Hidalgo gesta y da inicio, con el apoyo de muchos otros próceres y heroínas a la lucha libertaria que había de desatar las amarras del yugo español que se nos había sido impuesto por trescientos años.
Durante esta guerra sin tregua contra la corona española miles, cientos de miles de hombres y mujeres indígenas y criollos hubieron de ofrendar sus vidas para lograr la ansiada libertad. En cada batalla , mucha sangre fue derramada por los insurgentes mexicanos; es cierto que hubo abusos, saqueos, desmanes, masacres inclusive de españoles en las plazas, pueblos y ciudades vencidos. En la guerra, por desgracia las leyes no escritas y las condiciones justificadas o no, las imponen desde siempre los vencedores.


Luego del Grito de Independencia al amanecer del dieciséis de septiembre de mil ochocientos diez, las desordenadas, pero cada vez más numerosas fuerzas insurgentes empezaron a avanzar con la finalidad de tomar el bastión principal de los españoles que era la ciudad de Guanajuato.
Llegaron al mediodía a la hacienda “La Erre”, eran unos quinientos hombres, ahí se unieron un grupo de San Felipe Torres Mochas, conocidos y amigos del cura Hidalgo que llevaban armas y dinero para la causa.
--Señor cura Hidalgo, aquí estamos los de San Felipe pa lo que usté mande.
--Gracias Juan Maldonado —le contesto el cura—Yo sé que ustedes son de ley, pónganse a las órdenes del capitán Jiménez.
En ese momento se acercó el administrador de la finca Atilano Martínez, saludó al grupo de militares y al cura le dijo:
--Padre Miguel, con todo respeto digo a usted que  hay comida para todos, ya está lista la barbacoa.
--Se te agradece Atilano—le dijo el sacerdote y continuó—ya veo que en la noria se están acomodando los muchachos.
--Así es señor, usted y los capitanes pasen al corredor de la casa, ahí están las mesas– y siguió diciendo el hombre señalando una arboleda —O si gustan allí debajo de la nogalera  hay buena sombra.
A media tarde de ese día dieciséis, Hidalgo y sus huestes llegaron al pueblo de Atotonilco, allí se les unió más gente .Fueron recibidos por el capellán Remigio González y de cuyo templo Hidalgo tomó una imagen de la virgen de Guadalupe, misma que convirtió en bandera de su movimiento.
         Al anochecer, los insurgentes cada vez con más simpatizantes se situaron en las afueras de San Miguel en espera de la reacción que asumiría esta villa. En  el pueblo sabían de la insurrección desde temprana hora, provocando la agitación de la plebe y la angustia de los españoles, quienes permanecían armados y guarnecidos en las Casas Reales; pues temían que Hidalgo los tomara presos, como había hecho con los gachupines de Dolores.

        La defensa de San Miguel dependía del Regimiento de la Reina por ser un cuerpo de caballería bien armado y disciplinado. Sin embargo, la indecisión de su jefe, Narciso María Loreto de la Canal, terminó favoreciendo a los sublevados gracias a la influencia que Allende tenía entre sus compañeros del propio regimiento.

Sin oposición, se tomó San Miguel, se nombraron nuevas autoridades, tomaron armas y dineros, nuevos partidarios se unieron a ellos. Durante dos días y en total desorden los insurrectos saquearon casas, comercios, escandalizaron y de esa manera atemorizaron a la población. La noche del dieciocho Hidalgo y los jefes militares decidieron avanzar hacia Celaya en la madrugada del día diecinueve.

Se movilizaron las fuerzas según lo previsto, ya en camino, en San Juan de la Vega, tomaron sus alimentos, y desde la hacienda de Santa Rita se solicitó al Ayuntamiento de Celaya su rendición, para ese día se tenían a unos cuatro mil hombres .Las noticias que llegaban a Celaya dividieron a la población, los pobres, los esclavos se preparaban para cobrarse las injusticias y agravios que durante tres siglos  habían sufrido por parte los europeos. Estos por su parte ocultaban sus caudales, se armaban, las autoridades españolas pidieron apoyo militar a Querétaro y Guanajuato, refuerzos que nunca llegaron pues igual aquellas dos ciudades se preparaban para recibir un ataque de mayores proporciones. Desesperados los celayenses, encabezados por las autoridades, con la protección de los soldados del Regimiento Provincial, junto con los acaudalados españoles huyeron hacia Querétaro.

Fue así como Miguel Hidalgo y Costilla hicieron su entrada a la inerme  Celaya el  veintiuno  de septiembre por el lado norte de la población, con gran solemnidad, en compañía de Ignacio Allende, Aldama y los demás jefes, llevando en sus manos el estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe que tomó en el Santuario de Atotonilco.

La ostentación de la entrada comprendía además la música del Regimiento de la Reina con cerca de un centenar de dragones. Enseguida avanzaba una columna formada por contingentes del campo a caballo, y masas de indígenas con machetes sin orden alguno.

Hidalgo determinó un alto en el templo de San Antonio, revisó sus tropas, avanzó al centro de la población que lo vitoreaba, hasta llegar  a la plaza mayor, para hospedarse esa noche en un mesón. Pero un incidente desafortunado  provocado por un disparo y la muerte del cochero del prominente comerciante celayense, se interpretó como la señal para que la multitud se dispersara por la población atracando las casas de los españoles Aldama opuesto a semejante manifestación de vandalismo externó su disgusto a Hidalgo, quien  de mala manera le  contestó:
--Teniente Aldama, no sé de otra manera de hacernos de partidarios, pero si usted tiene otras formas de lograrlo, pues adelante. Póngalas en práctica.

Aquella  desquiciada y agitada plebe recogió como botín la fortuna abandonada por los ricos en las tumbas del Convento del Carmen, unos doscientos mil pesos oro. Al día  siguiente se pasó revista a aquella tropa improvisada, concediéndole al cura de Dolores el nombramiento de Capitán General; un error que, con el paso del tiempo, llevaría al fracaso a aquella rebelión.
 
La  batalla por la toma de la Alhóndiga de Granaditas en la ciudad de Guanajuato, capital del Estado de su mismo nombre, bajo el mando de Juan Antonio Riaño Intendente español, se dio el día veintiocho de septiembre de mil ochocientos diez,  cinco días antes, el veintiuno el cura Hidalgo fue proclamado Capitán General y con ese carácter le envió dos misivas al jefe español, avisándole del ataque y exhortándolo  a la rendición, situación que fue rechazada por Riaño, haciendo caso omiso a la amistad que ambos tenían ,amistad  que medianamente habían fortalecido en algunas reuniones en Querétaro . Comieron juntos ocasionalmente con la Corregidora ya que ambos eran del círculo de amistades de doña Josefa. A principios de  septiembre de mil ochocientos diez el cura Hidalgo hizo invitaciones al Intendente Riaño para que lo visitara en Dolores y comer juntos, invitaciones que el militar español no aceptó por sus muchas ocupaciones, sin sospechar siquiera que Hidalgo le quería tender una trampa y apresarlo.
Riaño, militar experimentado no se atrevió al ataque y prefirió defenderse dentro de la alhóndiga, por tanto de manera escueta le respondió a Hidalgo “Me he hecho fuerte en el Castillo de Granaditas; aquí lo espero con sus chusmas”
 
El intendente sabía de la fortaleza de aquella edificación, que el mismo había hecho construir años atrás como granero de la región con un costo de quinientos cincuenta mil pesos oro, un recinto rectangular de setenta metros por lado y veintitrés metros de altura que resguardaban veinte mil metros cuadrados de bodegas y estancias en sus cuatro niveles. Ahí albergó a quinientos soldados de tropa, gente armada, dineros, familias españolas, pertrechos y alimentos para resistir lo más posible. Pese a las advertencias del cabildo municipal  que les pedían que abandonaran el recinto que podía convertirse en una trampa fatal. El teniente Gilberto Manuel, hijo mayor de Riaño había dirigido apresuradamente las fortificaciones exteriores, de quien se dijo fue el de la idea del encierro de la gente. El Intendente estaba persuadido de la inutilidad de la resistencia, pero, por su honor militar, estaba dispuesto  al sacrificio.

         
 


El veintiocho de septiembre de  mil ochocientos diez, hacia las once de la mañana, los insurgentes iniciaron el ataque de Guanajuato con tres columnas: una al mando de Juan Aldama que ingresó por Tepetapa y el Carrizo; una segunda bajo la dirección de Ignacio Allende que penetró por la Calzada de Nuestra Señora y el Pardo hasta ubicarse en el barrio de Gavira, y la tercera, dirigida por Mariano Abasolo y el propio Hidalgo, que arribó por la Calzada del Tecolote. Todos ellos avanzaron hasta rodear la alhóndiga y combatieron fieramente en las trincheras que se habían levantado en las calles aledañas.
En  las primeras escaramuzas de la batalla, defendiendo una trinchera  murió de un tiro en la cabeza el Intendente Juan Antonio Riaño, personaje ilustre recordado sólo por su oposición a la independencia y no como un buen gobernante y su brillante carrera militar en otros países al servicio de la corona española. Su muerte y la de su hijo el teniente Gilberto Manuel provocaron  gran desorden entre los cuatrocientos soldados y otros tantos civiles que defendían la alhóndiga , que bajo el mando del mayor Berzábal lo mismo mostraban banderas blancas que disparaban fusiles y arrojaban granadas sobre  los insurrectos que ya llegaban  a la puerta de la fortificación.

El asedio era incontenible, las fuerzas insurgentes, por oleadas venían de todas partes, los defensores atrincherados en las alturas del fuerte disparaban y mataban por decenas, centenares de hombres deseosos de libertad morían en el fragor de la batalla sin auxilio alguno. La situación parecía no tener salida: desde los cerros llovían balas y piedras que impedían a los realistas ocupar la azotea y desde ahí matar a más indígenas y campesinos que armados de lanzas, aperos de labranza, machetes y cuchillos seguían llegando por millares para estrellarse una y otra vez contra los infranqueables muros.

--Sí al menos tuviéramos un cañón para derribar esa puerta—decía Mariano Abasolo al padre Hidalgo.
--Si logramos tumbar ese portón —respondió el cura— la batalla estaría resuelta capitán.
Cerca de ellos varios hombres los escuchaban a pesar del estruendo y la gritería de los combatientes, tres de aquellos hombres se acercaron, uno les dijo sin titubeos:
--Yo puedo quemar esa puerta si ustedes me da licencia señor cura.
Sorprendidos, Abasolo e Hidalgo vieron al hombre de baja estatura, delgado pero musculoso.
--¿Y cómo lo puedes hacer muchacho, pero que sea pronto? —Preguntó Hidalgo.
--Pos nosotros le ponemos al “Pípila” sobre el lomo aquella piedra plana que esta allá –dijo otro de los hombres señalando un montón de rocas -- y él se va gateando hasta la puerta con leña resinosa y brea y con una antorcha le prende lumbre.
--Pues rápido, traigan la piedra y cuerdas para amarrarla —urgió Abasolo—
¿Cómo te llamas muchacho, de dónde eres?--preguntó Hidalgo al apodado El Pípila  mientras le amarraban la losa en la espalda.
Me llamo Juan José de los Reyes Martínez Amaro señor, soy minero de aquí de Guanajuato.
Poco después, crujía la fuerte madera de mezquite de la puerta de la alhóndiga envuelta en llamas por donde a punta de lanzas, machetes y todo tipo de armas de fuego entraron las huestes insurgentes, verdaderas hordas salvajes que sin misericordia asesinaban y decapitaban a todo ser humano que se les ponía enfrente, sin importarles sí eran niños, mujeres, soldados o indefensos ancianos, torrentes de sangre inundaron pasillos y patios, cabezas humanas rodaban por doquier en aquel recinto que fuera orgullo del Intendente Riaño y de la Corona Española. Los insurgentes arrasaron sin piedad vidas y bienes,        

Con la caída de Granaditas la resistencia terminó, Hidalgo y los suyos tomaron el real de minas más rico de la Nueva España; libraron con éxito su primera batalla y se dieron a conocer en todo el imperio. Desgraciadamente esta repentina fama no sólo se debió a su ideología independentista, sino más bien a la masacre, violaciones ,a la feroz carnicería, al pillaje y la crueldad practicados por la plebe luego del triunfo; excesos tolerados al menos en parte por el caudillo de Dolores.

Después de la toma de Granaditas, se nombraron autoridades locales y provinciales, como Intendente a Francisco Gómez, estableciendo de inmediato una casa de moneda y una fundición de cañones. El Capitán General  Miguel Hidalgo ordenó la marcha del ejército insurgente sobre Valladolid. Si bien el objetivo prioritario era la ciudad de México. Querétaro era paso obligado, pero esta ciudad estaba fuertemente protegida por ello la decisión de virar a Michoacán con el fin de aprovechar la captura del intendente de aquella región, Manuel Merino, por parte de algunos patriotas de Acámbaro comandados por la heroína María Catalina Gómez.

Se aproximaron a Valladolid (Hoy Morelia) el quince de Octubre de mil ochocientos diez  después de  cruzar los fértiles campos que bordean el río Lerma, la muchedumbre rebelde; calculada ya en cuarenta mil personas, se aproximó a la ciudad. Juan Aldama pidió su rendición. Entabladas las negociaciones en Indaparapeo, Valladolid se entregó sin luchar, recibiendo a los insurrectos el día diecisiete en un jubiloso desfile encabezado por Hidalgo y Allende. A su paso, estos caudillos escucharon vivas, cantos, repique de campanas y música
        
El dieciocho Miguel Hidalgo designó a José María Anzorena como intendente y nuevas autoridades locales; se apropió de cuatrocientos siete mil pesos correspondientes a la Catedral, a los caudales del rey y a los particulares, fondos que pasaron a su hermano Mariano Hidalgo, tesorero de la tropa. Se dispone la supresión del pago de tributos para las castas y otorga además la libertad a los esclavos de la comarca. La justificación de esta medida, dictada por primera vez en América, no puede ser más simple: por humanidad y misericordia.
        


La salida de la milicia insurgente ocupó todo el día veinte, pues su número se elevaba ya a ochenta mil personas, contingentes integrados lo mismo por tropas disciplinadas, como los recién admitidos regimientos de infantería provincial pero también por numerosas multitudes tan entusiastas como ignorantes en materia bélica. Grandes caudales que se iban acumulando, animales para la carga y para alimento, víveres y medicamentos.

En Acámbaro, rumbo a la capital del virreinato, se intentó poner orden a aquella multitud organizándola en regimientos, brigadas, divisiones. Mejor salario a los oficiales y tropa,  menos nombramientos y ascensos, todo bajo la supervisión del alto mando y del Capitán General Miguel Hidalgo,  Generalísimo de América.  


        
Con estas fuerzas mediadamente organizadas militarmente se avanzó sin resistencia por Maravatío, Tepetongo, Ixtlahuaca y Toluca, siendo hasta el treinta de octubre cuando se tuvo enfrente al ejército del rey que resguardaba la ciudad de México: mil infantes, cuatrocientos jinetes y dos piezas de artillería al mando del teniente coronel Torcuato Trujillo.

 La batalla se libró en el Monte de las Cruces durante toda la jornada; pese a la enorme desventaja numérica a favor de los insurgentes de cincuenta y tres a uno, los realistas lograron contener los ataques de aquellas masas hasta que perdieron los cañones que cubrían de metralla al enemigo. La  hazaña fue de Mariano Jiménez y de tres mil efectivos que siguiendo las órdenes de Ignacio Allende quitaron a Trujillo su mejor arma, la artillería.         
Fue una victoria pírrica ciertamente por las cuantiosas pérdidas humanas y por el agotamiento de las reservas de municiones, pero tenían ya el paso libre a la inerme ciudad de México, capital de la Nueva España. Habían llegado al  momento que pudo haber sido históricamente el más importante de manera inesperada, ni siquiera soñado por los caudillos. Tuvieron dudas y no asestaron el golpe definitivo que debió prolongarse diez años más hasta el  veintisiete de septiembre de mil ochocientos veintiuno

El treinta y uno de octubre de mil ochocientos diez, Mariano Abasolo y Mariano Jiménez a bordo de un carruaje con bandera blanca y escoltada por decenas de jinetes, fueron por el camino de Cuajimalpa a Chapultepec con el encargo de entregar la intimidación al virrey Francisco Javier Venegas.

“Al terminar esta comunicación me dirijo a la Divina providencia, pidiéndole fervorosamente incline el corazón de vuestra excelencia a la moderación, al buen juicio, para resolver sin pasión, sino sólo consultando a la justicia y al derecho con que esta nación pide su independencia y libertad. Evitando sangre y destrozo, y obtener  dicha y felicidad para la América, son dos extremos, que con inteligencia usted elegirá el mejor”

El virrey recibió y abrió la correspondencia de Hidalgo; pero la regresó sin respuesta y amenazando de muerte a los comisionados en caso de no retirarse de inmediato. Al volver éstos al campamento insurgente se efectuó una urgente  junta de generales para analizar la situación:
Atacar de inmediato la ciudad y terminar ahí mismo con el gobierno virreinal, Gobierno y las altas clases se preparaban ya para huir a Veracruz. Esto desde luego no lo sabían los insurgentes.
En contra,  los detenían  varios factores tales como: la escasez de municiones, la indiferencia del pueblo capitalino ante la cercanía de los insurgentes; actitud contraria a la mostrada en las otras ciudades y el desplazamiento desde Querétaro hacia México de los ejércitos de Félix María Calleja y Manuel Flon.

Y a partir de aquí el desastre, la deserción en masa , la desbandada de miles y miles de hombres que ante la incertidumbre de sus jefes de avanzar y saquear la capital, dieron por hecho que esta batalla había fracasado. Los invadió el desaliento sin conocer detalles  Y el colmo, un encuentro imprevisto con la milicia de Calleja en las inmediaciones de San Jerónimo Aculco causó la desbandada de aquellas tropas bisoñas. Más que batalla lo de Aculco fue una escaramuza que dejó pocos muertos, pero suficientes para desmoralizar a los rebeldes que huyeron en todas direcciones. Tocaron las puertas de la gloria en el Cerro de las Cruces en Cuajimalpa Pero con sus temores y dudas acamparon en Aculco que se les trastocó en infierno. Hidalgo y Allende jamás asumieron la responsabilidad de este error histórico que provocó aquella amarga derrota moral.

 Pese a la desbandada de Aculco que dispersó al ejército insurgente tan rápido como se había reunido, el movimiento no perdió su fortaleza. Las frases de Miguel Hidalgo redactadas en su retorno a Valladolid son el reflejo de aquel momento: “La nación, que tanto tiempo estuvo aletargada, despierta repentinamente de su sueño a la dulce voz de la libertad: corren apresurados los pueblos y toman las armas para sostenerla a toda costa”.
Reordena planes y acciones ,la lucha se iba multiplicando por varias provincias hoy estados de la república del centro y norte ,hacia el sur José María Morelos que fuera su alumno en Valladolid se encargaba de organizar grupos que iban surgiendo, Hidalgo fue delegando comisiones, armas y dineros para la causa libertaria.

Precisamente gracias a un caudillo local llamado José Antonio “el Amo” Torres, pudo Hidalgo recobrar su fuerza militar y su influencia política. El Amo recibió del cura la encomienda de extender la sublevación hacia el occidente, y lo hizo con tal éxito que se apoderó de la Nueva Galicia, incluyendo su capital Guadalajara.

Enterado Hidalgo de tan afortunado suceso, dejó Valladolid, desoyendo el llamado de Ignacio Allende que desde Guanajuato le pedía refuerzos para combatir al general Calleja, refuerzos que no le mandó. Y se fue al poniente. El recibimiento en Guadalajara fue apoteótico las autoridades civiles y eclesiásticas le rindieron honores de “generalísimo”, el ejército insurgente allí reunido se puso a su disposición y como ave fénix, resurgió Hidalgo de sus cenizas

Con el apoyo incondicional del Amo Torres y  cañones traídos de San Blas, Nayarit hasta Guadalajara, Miguel Hidalgo nombró un gobierno encabezado por el mismo y algunos ministros, entre ellos Ignacio López Rayón y un Ministro Plenipotenciario ante los Estados Unidos. Abolió la esclavitud, ordenó devolver las tierras a los indígenas, tierras que estaban en posesión de criollos y españoles. Estas disposiciones le acarrearon enemistades con la poderosa clase criolla, Peor aún los ataques contra Hidalgo se vieron favorecidos por sus abusos. Sin más razones que el odio, la sospecha y la condescendencia con la plebe, el cura aprobó el asesinato de decenas de prisioneros españoles, primero en Valladolid y más tarde en Guadalajara, siendo un incondicional suyo, el torero Marroquín, el encargado de esta inhumana tarea, al amparo de la noche y en las barrancas próximas a Guadalajara se fueron sumando cientos de cadáveres..

 El doce de diciembre de mil ochocientos diez, Allende y los militares que le seguían se reencuentran con Hidalgo en Guadalajara. Reprochan al generalísimo por no haberlos apoyado en Guanajuato, traen tras de sí la derrota y, lo peor, las tropas realistas de Félix María Calleja.

Las divergencias entre los dos principales caudillos no pueden ser superadas, menos aún por el protocolo y lujo que ahora rodea al clérigo; sin embargo, lo importante es ahora la cercanía del ejército virreinal. Los preparativos para el enfrentamiento ocupan a todos .Hidalgo toma el mando y sale con todos sus efectivos para atacar a Calleja confiando en la superioridad numérica de hombres y piezas de artillería.

El diecisiete de enero de mil ochocientos once  se libra aquella batalla en el Puente de Calderón. Hidalgo y los suyos detienen dos veces la embestida dirigida por Manuel Flon, Pero el estallido de un depósito de municiones y las escenas atroces de mutilados y quemados provocan el desorden y la huida del mayor contingente rebelde que se viera reunido a lo largo de la Guerra de Independencia.

Una vez más la impericia militar de los estrategas libertarios les provoca una dolorosa y contundente derrota que los obliga a batirse en retirada del occidente y centro del país para buscar refugio en el norte, con el propósito de refugiarse lejos e intentar llegar a los Estados Unidos, único país independiente en América.


Tras la flagrante derrota en el Puente de Calderón, dispersos los líderes en su huida al norte, pero convenidos para reencontrarse en lugares seguros, fueron avanzando por San Luis Potosí, para encontrarse Hidalgo y Allende en Hacienda El Pabellón en el hoy Estado de Aguascalientes. Fue ahí que con la anuencia de los jefes insurgentes que allí coincidieron se destituyó a Hidalgo del mando culpándolo de los fracasos y derrotas en la guerra. Se nombró en su lugar a Ignacio Allende .Se recontaron caudales que continuaron bajo la custodia de Mariano Hidalgo, tesorero y hermano de don Miguel. Siguieron hacia Zacatecas los carruajes y las tropas, unos mil quinientos hombres aproximadamente. Enfilaron camino a Coahuila para abastecerse de agua en las norias de Baján, junto al pueblo de Acatita, ubicado en pleno desierto y habitado eventualmente por unas cuantas personas.

Cambiaron los tiempos para los insurgentes y las amistades los fueron olvidando. Se reacomodaron muchos buscando el perdón de los españoles, otros que desertaron para unirse a las fuerzas rebeldes, volvieron al redil .Tal fue el caso del capitán Ignacio Elizondo en Coahuila, que siendo militante insurgente y para quedar bien con el virrey, urdió un plan para apresar a los caudillos rebeldes a su paso por Acatita, lugar al que llegarán confiados pues sabían que ya era una provincia liberada de la corona española. Y allá fue al desierto el veintiuno de marzo de mil ochocientos once  con su alforja llena de traición, su mejor sonrisa y trescientos cuarenta y dos soldados veteranos  y bien montados.

Los insurgentes no formaban columna, viajaban dispersos y alejados unos de los otros, condición que aprovechó Elizondo  con sus hombres que en grupos de cuarenta o cincuenta , aparentaban saludar y escoltar algún carruaje, cuando en realidad lo aislaban y con rapidez los desarmaban y amarraban de inmediato, quedando los presos a la retaguardia. De esa manera apresaron primero a Mariano Jiménez.

En ese orden siguieron llegando hasta catorce coches, con todos los generales y eclesiásticos que los acompañaban, fueron aprehendidos sin resistencia; excepto Allende que tiró un balazo a Elizondo llamándole traidor, y éste, escapando el cuerpo de las balas, mandó hacer fuego sobre el coche, quedando muerto el hijo de Allende que era teniente general. Allende ya amarrado lo llevaron  a la retaguardia.

El último carruaje era donde viajaba el cura Hidalgo, a quien se le pidió su rendición, sin protesta alguna se rindió, fue asegurado. De esa manera poco después de las nueve de la mañana del veintiuno de marzo de mil ochocientos once toda la elite iniciadora de la Independencia de México eran prisioneros del gobierno Virreinal de la Nueva España.

Los líderes aprehendidos en Acatita de Baján fueron llevados rumbo a Chihuahua, incluyendo a Hidalgo, bajo estrictas medidas de seguridad.  En El Álamo fueron separados los religiosos para llevarlos a Durango  donde se les condenó al paredón o la cárcel.

Con tales medidas, la llegada a Chihuahua  de Hidalgo, Allende y sus más cercanos colaboradores se hicieron sin mayor novedad, dándose inicio de inmediato a los juicios. Cumplidos los juicios las ejecuciones se fueron dando sin tardanza. Del diez de mayo al seis de junio de mil ochocientos once fusilaron a los cabecillas de menor rango. El día veintiséis de junio fueron pasados por las armas  el generalísimo Ignacio Allende; capitán general Mariano Jiménez; teniente general Juan Aldama, los tres fueron decapitados y sus cabezas enviadas posteriormente a Guanajuato. Al día siguiente fusilaron al gobernador de Monterrey Manuel Santa María. Al ministro José María Chico; al brigadier Onofre Portugal; al intendente del ejército José Solís, y al director de ingenieros Vicente Valencia.

Miguel Hidalgo por ser sacerdote se le hicieron dos juicios: uno religioso y otro penal.
 Como consecuencia del juicio religioso, Hidalgo fue degradado en una ceremonia dirigida por el canónigo doctoral Francisco Fernández Valentín, comisionado por el obispo de Durango para tal función. La degradación se efectuó el veintinueve de julio de mil ochocientos once en el Hospital Real de Chihuahua.        
           
Estas muertes, una a una, se convirtieron en devastador castigo moral para el cura de Dolores; tanto como el abandono de Mariano Abasolo, quien, para salvar la vida, no dudo en colaborar con las autoridades virreinales.

Chihuahua, siete de la mañana, treinta de julio de mil ochocientos once .Doce soldados armados, bajo las órdenes de Pedro Armendáriz , comandante del pelotón llegan hasta la reja del calabozo donde el cura Hidalgo reza de pie en una esquina, entran dos  y con mucho respeto y voz temblorosa uno de ellos le dice:
--Padre Hidalgo, venimos por usted, vamos.
--Dios los bendiga --les dice a todos y haciendo la señal de la cruz los persigna a todos. --Vamos hijos.
Al llegar a la puerta, vuelve la cara hacia el interior y da un vistazo a su banco y una mesita de madera donde quedan unos pedazos de papel y un cacho de lápiz. Flanqueado por los soldados cruzan el patio del hospital, para llegar al rincón donde está el banquillo sucio y manchado de sangre seca, el traslado se hizo calladamente, sólo el sonido de los estoperoles de las botas militares rompía el silencio circundante. Algunos testigos y sacerdotes estaban presentes. Hidalgo llevaba un librito de oraciones en la mano derecha y un crucifijo en la izquierda, se sentó en el banquillo, sin decir palabra dio el librito a un sacerdote. Fue atado al banquillo, se le colocó una venda en los ojos, tomó el crucifijo con las dos manos. Antes dijo:
 --Yo soy un luchador por las causas justas, No soy un traidor, no me disparen por la espalda.
La tropa estaba de tres en fondo, cuatro soldados en cada fila, de acuerdo a lo previsto se dio la orden de disparar a la primera fila que  distaba  dos pasos, tres de las balas le dieron en el
vientre y la otra en un brazo que le quebró; el dolor lo hizo torcer el cuerpo, por lo que se zafó la venda, clavando aquellos hermosos ojos en la tropa, algunos soldados se estremecieron. Otra orden de disparo a la segunda fila, las cuatro balas le dieron también en el vientre, aunque la orden era disparar al corazón, por sus ojos abiertos rodaron gruesas lágrimas, solamente le destrozaron vientre y espalda, los soldados temblaban ante aquel hombre que no  se doblegaba. Fue entonces que el comandante Armendáriz ordenó a dos soldados de la tercera fila para que pasaran a darle tiros de gracia en el corazón, el primer balazo fue a quemarropa, aun así continuaba el cura con estertores por lo que el siguiente soldado casi sin verlo le disparó al corazón un tiro más; siendo así como terminaron con la vida del cura de Dolores.

Enseguida  sentaron y ataron el cuerpo sobre una silla que llevaron hasta la puerta principal, pusieron la silla sobre una mesa para exhibirlo ante decenas de hombres y mujeres que lloraban sin contenerse en la calle fuera del hospital. Minutos después lo llevaron dentro nuevamente. De la parte de atrás del hospital, machete en mano  llegó un fortachón indio tarahumara apellidado Salcedo, quien puso  de bruces el cadáver y de un solo tajo cortó la cabeza al cuerpo, rodando ésta por el piso, la recogió de inmediato, la metió a una vasija  que entregó a un soldado, por esta tarea le pagaron veinte pesos plata que recibió en sus ensangrentadas manos, Le regalaron también  el machete.

La cabeza de Miguel Hidalgo fue conservada en vinagre y sal, para enviarla al poco tiempo a Guanajuato, junto con las cabezas de Ignacio Allende, Mariano Jiménez y Juan Aldama. Allá llegaron en octubre de mil ochocientos once, fueron colgadas en sendas jaulas de hierro, una en cada esquina de la Alhóndiga de Granaditas, donde permanecieron casi diez años  hasta marzo de mil ochocientos veintiuno, seis meses antes de la consumación de la independencia de México. Actualmente esos restos están depositados en la Columna de la Independencia en la ciudad de México.

F I N
Donaciano Barradas Ortega.
San Juan Evangelista, Veracruz. México. A 23 de Mayo de 2016.





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